Teatro Campesino
1936. Uno de los innumerables «comités de control», dueños absolutos de las vidas y las haciendas de los españoles en la zona roja. Madrid. Fotografías de los archivos de Cifras, Duque, Marqués de Santa María del Villar, Ortiz y Yubero.
1965. Grupo de actores con los letreros de sus personajes al cuello (patroncito, esquirol, contratista, campesino, etc.) que se pasean por haciendas y labranzas haciendo sus representaciones. California. Fotografías e los archivos de UFWOC, Kourilsky, Pasquier, Jotterland y Harrop-Huertas.
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Las manifestaciones y desfiles muestran a Madrid por primera vez unos tipos de hombres y mujeres que nunca habíamos visto. ¿Dónde vivían hasta ahora? ¿En qué se ocupaban? Las mujeres no son, como muchas veces se ha dicho, productos de burdel, sino fieras desmelenadas, trágicas, espantosas, macabras. Los hombres tienen un aspecto de siniestra ferocidad. No parecen los de siempre, los que pasean habitualmente por calles y plazas: estos montones de manifestantes han salido de un mundo misterioso y aterrador. Da miedo verlos. Da miedo que pasen a nuestro lado, porque huelen a crimen y rezuman asesinatos. Pasan por Alcalá los soldados artilleros de Vicálvaro que se han unido al marxismo. Llevan lentamente sus piezas y cierran el puño, alzándolo hasta la sien derecha. Pasan las camionetas de guardias civiles y guardias de asalto. Y el populacho, ebrio de horror.
Estamos en el sur de California, en la frontera con México: una región cubierta por inmensas, monótonas extensiones de viñedos y plantaciones frutales, cuyos propietarios –grandes compañías o latifundistas privados– emplean alrededor de 90.000 mexicanos que todos los días atraviesan la frontera, sin contar con un ejército aún mayor de inmigrantes clandestinos, alrededor de 200.000. Se trata de los chicanos, norteamericanos de origen mexicano que viven en condiciones infrahumanas, con sueldos ínfimos y envenenados por los potentes pesticidas que los aviones lanzan continuamente sobre sus cabezas. El 26 de septiembre 1200 trabajadores, liderados por César Chávez, gritan por las calles de Delano: «¡Viva la huelga!». Entonces decide Luis Valdez [1] dar carta de naturaleza a su Teatro Campesino. Un teatro de huelga, improvisado en las largas marchas obreras que recorren los campos de California. Un teatro con un solo texto, que acaba gritando el mismo: «¡Viva la huelga!».