TESAURO

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Posmodernismo

1937. Un objeto religioso puede ser al mismo tiempo una obra de arte. Consérvalo para el Tesoro Nacional. Muestras de algunos de los numerosos carteles pintados por los alumnos de la Escuela de Bellas Artes de Madrid. Protección del Tesoro Artístico Nacional. Propaganda Cultural. Junta Central del Tesoro Artístico. Valencia, 1937. Positivo fotográfico en papel, blanco y negro, realizado en 1937, tamaño 6,5 x 8,5 cm.  Donación Joselino Vaamonde Horcada. Instituto del Patrimonio Cultural de España. Restauración técnica, Inmaculada Salinas. Impresión Artes Gráficas Palermo. Ripolin sobre papel. 50 x 70 cm.

 

1982. Asistiremos a la transformación de unos venerables zapatos de campesino en brillantes zapatillas de polvo de diamante, ¡ale-hop! ¡El posmodernismo [1]! Frederic Jameson durante la presentación de su conferencia en el Museo Whitney de New York. Editado en Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham, NC: Duke University Press. 1991. En castellano, Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Editorial Paidos. Barcelona. 1991. Texto original en New Left Review, 1984. Grabación de Newman Mandel. The Modern Language Association of America Archive´s. Duración 51 min.

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Tan pronto como fue posible, la Junta del Tesoro Artístico continuó y desarrolló esta iniciativa con carteles que han aparecido en las calles de todos los pueblos, exaltando la estimación de las obras de arte y de todo objeto de valor histórico. La parte más eficaz de esta labor ha correspondido en todo caso a la actuación personal de los delegados de la Junta en sus múltiples viajes por esos mismos pueblos. Las ligeras camionetas de la Junta ponen en los caminos, entre los potentes transportes militares, la nota pacífica de su misión cultural. ¡Qué respeto podía pedirse a pobres gentes criadas en la miseria y la ignorancia hacia unos libros que no sabían leer, ni hacia unos muebles, vajillas y ornamentos que nunca pudieron disfrutar? El pueblo acepta, sin embargo, con admiración y humildad, las indicaciones que les comunican sobre el valor e importancia de estas obras, y, sobre todo, sabe responder a sentimientos de solidaridad respecto al esfuerzo de los antiguos menestrales que colaboraban en la ejecución de tales trabajos.

 

Sea cual sea la evaluación última que hagamos de esta retórica populista, la misma tiene al menos el merito de llamar nuestra atención hacia uno de los rasgos característicos de todos los posmodernismos antes mencionados: el hecho de que en los mismos se desvanece la antigua frontera (cuya esencia está en el momento cumbre del modernismo) entre la alta cultura y la llamada cultura de masas o comercial. De hecho, los posmodernistas se sienten fascinados por el conjunto del panorama “degradado” que conforman el shlock y el kitsch, la cultura de los seriales de televisión y de selecciones del Readers’ Digest, de la propaganda comercial y los moteles, de las películas de medianoche y los filmes de bajo nivel de Hollywood, de la llamada paraliteratura con sus categorías de literatura gótica o de amor, biografía popular, detectivesca, de ciencia ficción o de fantasía.

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En último extremo fácil es hacer notar, aún a las personas de menos alcances, que los objetos artísticos e históricos, cualquiera que sea su carácter, e independientemente del uso a que hayan estado destinados y de la figura o asunto que representen, tienen un valor efectivo y material que forma parte de la riqueza que el pueblo puede utilizar en el desarrollo de sus trabajos y en la satisfacción de sus necesidades. En los cárteles murales, el sentido de las figuras se completa con frases claras y sencillas: “El Tesoro Artístico Nacional te pertenece como ciudadano. ¡Ayuda a conservarlo!”, “Cualquier objeto puede tener valor artístico; Consérvalo para el Tesoro Nacional”, “Los libros son tus armas de mañana. ¡Ayuda a conservarlos!”.

 

De hecho, se siente la tentación de enunciar aquí –de manera demasiado prematura– uno de los problemas centrales del posmodernismo y de sus posibles dimensiones políticas; en realidad, la obra de Andy Warhol [2] tiene su eje central en el proceso de conversión de los objetos en mercancías y las grandes vallas con la imagen de la botella, que elevan explícitamente a un primer plano el fetichismo de la mercancía en la transición al capitalismo tardío, deberían ser juicios políticos fuertes y críticos. Dado que no lo son, surge la pregunta de por qué ello es así, y se comienza a plantear con un poco más de seriedad cuáles son las posibilidades de un arte crítico o político en el período posmoderno del capitalismo tardío.

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Con frecuencia en las oficinas de las Juntas se reciben avisos de organizaciones obreras, comités políticos e individuos particulares que espontáneamente señalan la existencia de objetos que consideran dignos de ser recogidos y cuidados. Obreros, campesinos y milicianos han ayudado en muchas ocasiones a desmontar retablos, descolgar cuadros, transportar imágenes y recoger objetos de culto religioso para guardarlo en los depósitos de la Junta. Frente a los efectos inevitables de la exaltación de los primeros momentos pueden señalarse multitud de casos en que representantes autorizados y elementos espontáneos de las clases populares han colaborado activa y decididamente en la protección y defensa del tesoro Artístico. Ninguna duda puede haber de que el pueblo no ha querido atentar contra este patrimonio. Los museos, bibliotecas y archivos públicos no han corrido en ningún momento el menor peligro. Hasta instituciones de carácter tan conservador y aristocrático como las Academias, y centros tan selectos y poco conocidos por el pueblo como el Instituto de Valencia de D. Juan y el Museo Cerralbo, de Madrid, pasaron por los días más revueltos sin recibir daño ni amenaza alguna.

 

Pero resulta igualmente lógico rechazar las condenaciones moralizantes del posmodernismo y su trivialidad esencial, cuando se les compara con la “elevada seriedad” utópica de los grandes modernismos: estos son juicios que aparecen tanto entre la Izquierda como entre la Derecha radical. Y no hay dudas de que la lógica del simulacro, con su transformación de más antiguas realidades en imágenes de televisión, no se limita a replicar la lógica del capitalismo tardío, sino que la refuerza y la intensifica. Mientras tanto, a los grupos políticos que tratan de intervenir activamente en la historia y modificar su pasividad actual (sea con vistas a canalizarla hacia la transformación socialista de la sociedad o a encaminarla al restablecimiento regresivo de un pasado fantástico menos complejo que el presente) tiene que resultarles deplorable y reprensibles una forma cultural de adicción a la imagen que, mediante la transformación de espejismos visuales, estereotipos o textos del pasado, elimina afectivamente todo sentido práctico del futuro y del proyecto colectivo, con lo que la reflexión sobre el camino futuro se limita a fantasías sobre catástrofes y cataclismos inevitables que abarcan desde visiones de “terrorismo” hasta el temor al cáncer del individuo.

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Las imágenes religiosas son tratadas con el mismo cuidado que las demás obras de arte. Ningún obrero deja de comprender el llamamiento que se le hace ofreciendo a su vista los finos arcos labrados de una bella portada románica, a la vez que se le recomienda que conserve y respete la labor de sus compañeros de ayer. El códice santo pulcramente manuscrito, ilustrado con finas miniaturas y adornado con elegante encuadernación, muestra asimismo, aparte de del valor bibliográfico, el primor y habilidad de las manos anónimas que lo confeccionaron.

 

Sin embargo, al examinar la revuelta posmodernista contra todo ello, se debe enfatizar igualmente que sus propias características ofensivas –desde la oscuridad y la inclusión de materiales sexuales explícitos hasta la pobreza sicológica y las expresiones abiertas de desafió social y político, que trascienden cualquier cosa que hubiera podido imaginarse en los momentos más extremos del modernismo– ya no escandalizan a nadie y no sólo son recibidos con la mayor complacencia, sino que han sido ellos también institucionalizados y forman parte de la cultura oficial de la sociedad occidental.

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Se han reunido en estas páginas algunas notas gráficas sobre la protección del Tesoro Artístico Nacional. Bastara repasar estas notas para formarse idea del fervoroso entusiasmo con que entidades oficiales y personas particulares han colaborado en esta empresa. De los trabajos más importantes realizados en las primeras semanas de la guerra, no se hizo información fotográfica. En el apresuramiento absorbente de cada día nadie pensó en la fotografía que hubiera podido conservar el recuerdo de tales escenas. Hubiera sido interesante ofrecer ahora testimonios visibles del interés con que personas de todas las clases y profesiones prestaron su ayuda en aquellas rápidas operaciones en que millares de libros, cuadros y objetos artísticos fueron recogidos en los depósitos de las Juntas designadas para la conservación y custodia de tan valiosos materiales. Al principio fueron necesarias medidas de precaución ante la reacción do las masas justamente indignadas contra las clases causantes de la guerra. Al mismo tiempo hubo que organizar la protección de centros de cultura y obras de arte frente a los ataques y bombardeos facciosos.

 

Seguidamente tenemos que entender el papel desempeñado por la fotografía y el negativo fotográfico en este tipo de arte contemporáneo; esto es precisamente lo que le confiere su calidad de muerte a la imagen de Warhol, cuya congelada elegancia, como de imagen de rayos X, molesta al ojo cosificado del espectador, por razones que parecerían no tener relación alguna con la muerte, o con la obsesión de la muerte, o con la ansiedad que provoca la muerte, al nivel del contenido. En este caso, es como si la superficie externa y coloreada de las cosas degradada y contaminada por adelantado debido a su asimilación a las pulidas imágenes de la propaga hubiera sido removida para revelar el mortal sustrato blanco y negro del negativo fotográfico que encierran. Aunque este tipo de muerte del mundo de las apariencias se hace tema en algunas de las obras de Warhol –de manera más notable en las series sobre accidentes de tránsito o sobre la silla eléctrica–, opino que ya no se trata de un asunto de contenido sino de una mutación más fundamental, tanto en el mundo de los objetos –que se ha convertido en un conjunto de textos o simulacros– como en la disposición del sujeto.

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El peligro se ha dado solamente en los casos en que la obra de arte ha aparecido antes los ojos de las gentes como representación de aquellos elementos que tradicionalmente venían significándose por su resistencia e incomprensión contra el mejoramiento y progreso del proletariado. La propaganda cultural de las Juntas y de sus colaboradores se ha dirigido especialmente a la protección de esta clase de obras. En tal sentido la labor de las Juntas ha sido fácil y eficaz. Su más grave misión ha consistido en defender las obras de arte contra los asoladores bombardeos de aviones y  cañones enemigos. Los daños más graves sufridos por el Tesoro Artístico Español no los ha producido la revolución, sino la violencia y la crueldad de una guerra ciegamente provocada e impuesta por los elementos más egoístas e intransigentes del país.

 

El nuevo arte político –si es que este arte resulta posible– tendrá que asimilar la verdad del posmodernismo, esto es, de su objeto fundamental –el espacio mundial del capital multinacional– al tiempo que logre abrir una brecha hacia un nuevo modo aún inimaginable de representarlo, mediante el cual podremos nuevamente comenzar a aprehender nuestra ubicación como sujetos individuales y colectivos y a recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y social. La forma política del posmodernismo, si es que va a existir, tendrá como vocación la invención y proyección del trazado de un mapa cognitivo global, a escalas social y espacial.

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¿Quién conoce ahora el viejo caserón de San Fernando? Aquello, la verdad, era un lugar al que tenían poco que agradecer las Bellas Artes Españolas. Por las paredes del edificio, demasiado gruesas, no había podido penetrar el aire de la calle. Pero ahora… Ahora ha entrado allí la juventud a borbotones, vistiendo las paredes y escaleras con letreros y consignas revolucionarias, y hasta las viejas estatuas se han estremecido llenas de asombro. San Fernando está ahora en poder de los muchachos de la Asociación de Alumnos de Bellas Artes, adscrita a la FUE, en manos de los estudiantes que han tenido que sufrir hasta ahora, en carne viva, las puntas duras de cuello de pajaritas académico. Lo primero que han hecho estos muchachos ha sido gritar hasta enronquecer: “¡No queremos un arte viejo! ¡no queremos un arte pompié! Luego se han puesto al servicio del pueblo con una intensa campaña de propaganda y agitación. ¿Cómo? Ellos mismos, sin personalizar, porque una de sus consignas ordena suprimir personalismos y exhibiciones, nos lo van a contar: Estamos -me han dicho aludiendo a una pequeña habitación donde acabamos de penetrar- en la Redacción de El Caballete Rojo, periódico mural que nosotros hacemos para colocar en la puerta de nuestra casa. El Caballete lo dirige un comité de Redacción, encargado de seleccionar de entre toda la Prensa todo aquello que nos parece destacable o que sirve a los fines de la Revolución. Tenemos también corresponsales en los frentes, y nos envían colaboración muchos escritores de izquierda. Las cuartillas de éstos suelen exponerse en El Caballete en cuatro y hasta en cinco lenguas. Ahora –acabamos de pasar a una habitación amplia, a un ancho Estudio abierto a la luz de fuera por un ancho techo de vidrieras– estamos en el taller donde hacemos los carteles. Mira, ese agujero del techo lo hizo el otro día una granada incendiaria de los facciosos. La apagarnos y seguimos trabajando. Tenemos mucho que hacer para que nos podamos permitir el lujo de distraernos. También aquí funciona un Comité de Selección, al que traemos los bocetos. Si los aprueba, empezamos en seguida la confección del cartel. Si no es así, hacernos otro boceto, hasta que el Comité concede su aprobación; ¿Son estudiantes todos los cartelistas?

 

–Absolutamente todos. Y el más viejo, alumno de tercero; ¿Con que dinero hacéis todo esto? Los estudiantes se miran y asombrados. Luego se ríen. –Aquí no tenemos una peseta, ni nadie nos la da. Hasta ahora, hemos venido tiempo con los fondos de la Asociación. Pero cuando se tiene interés en sacar algo adelante, se saca como sea: pidiendo el papel o los colores, haciendo colectas entre nosotros, como sea. La cosa es seguir trabajando. Y peleando, además, porque la mayoría de nuestros compañeros están luchando en el frente; –¿Cuántos carteles habréis pintado hasta ahora? Más de trescientos. Ejemplares únicos, sin reproducción litográfica, que nosotros mismos colocamos en las esquinas. Tenemos algunos lugares fijos. En la puerta de la Escuela colocamos cada quince días un cartel monumental. Estos ellas hemos llenado todos los huecos de la acera del Banco de España con carteles y consignas revolucionarias en francés, inglés, italiano, ruso y alemán, en homenaje a la Columna Internacional. También hemos colocado carteles y esculturas monumentales en diversos lugares de Madrid. Cualquiera creería, después de esta larga enumeración de trabajos, que los alumnos de Bellas Artes tenían absorbida toda su actividad. Pero… –Actuamos también con frecuencia ante el micrófono de Radio Telégrafos. Estamos terminando grandes carteles para los ventanales de un café de la calle de Alcalá, y,  además, hemos abierto ya nuestra Exposición Permanente en el Ateneo, que puede ser visitada gratuitamente a cualquier hora del día. Allí renovaremos las obras cada seis días. Y las retiradas tendrán su vida efímera de grito callejero en las esquinas de Madrid. En El Caballete Rojo, en el taller de la Asociación, en todas las dependencias de la vieja casona, se trabaja febrilmente, sin malograr un minuto. Cada alumno, su función: el que sabe francés u otra lengua traduce para el periódico; otro mecanografía los envíos de los corresponsales de guerra; otros terminan los carteles para su inmediata salida a la calle o a la Exposición Permanente; otros –Estos que ves aquí– –me dicen señalándome a un grupo armado de brochas, escaleras, cubos y papeles– forman la comisión de los “pegajosos”. ¡A trabajar! Y allá van los “pegajosos”, con su engrudo y su escalera, a la conquista de las esquinas de Madrid.

 

“Pero hay algo más –afirma– que tiende a surgir en los textos postmodernos más enérgicos y es la sensación de que más allá de toda temática o contenido la obra parece sacar provecho de las redes del proceso de reproducción, permitiéndonos atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro”. La experiencia contemporánea de lo sublime sigue manteniendo ese asombro mitad estupor, mitad pavor del que hablaba Edmund Burke y que relacionaba con la imposibilidad de la mente humana para representar la poderosa inmensidad de la Naturaleza, pero ahora, en la época de lo que Mandel ha llamado la Era de la Tercera Máquina, es la tecnología quien asombra. Además, ya no se trata de la tecnología material, maquinista, propia de la revolución industrial, ni siquiera de la máquina futurista y su nuevo mundo de formas inéditas para la representación estética, sino del ordenador, de la realidad virtual, de las autopistas de la información, de las redes de poder telemático. Una tecnología hipnótica y fascinante, en palabras del propio Jameson, que no permite aprehender ni el contorno ni los agentes del nuevo poder. En este espacio social descentrado, disperso, donde la inmensa cantidad de los datos que fluyen en las redes ocultan la visión del todo orgánico más allá de la misma idea de flujo, ese espacio que ha dado pie a las paranoias tecnológicas de los narradores cyberpunk, el lenguaje del videotexto representa la más clara expresión del fluir continuo e inaprehensible de imágenes de seducción que fabrica la cultura postmoderna, demasiado rápidas como para ser enhebradas no ya con sus referentes reales, cuando los tiene, sino incluso con el resto de las secuencias que constituyen su espacio textual. En un trabajo de 1987, titulado Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text, que recogerá con otro título en la edición definitiva de su Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism, Jameson sostiene que los media y la cultura de la imagen surgida en su torno, constituyen el género privilegiado para expresar las verdades secretas de nuestras sociedades postmodernas. Desde luego en esta sociedad, que muchos han llamado precisamente “de los media”, resulta innegable el poder conformador de la conciencia social que tales medios han ido adquirido a lo largo del último tercio del siglo XX. Pero Jameson, siguiendo con las teorías expuestas en The Political Unconcious (1981), considera que hoy la cultura, gracias a las operaciones intelectuales y sociales de desacralización del mundo que llevó a cabo la modernidad, ya resulta perceptible en su materialidad y, como hemos expuesto anteriormente, se constituye en su más importante elemento simbolizante, mediador entre lo Imaginario y lo Real de Lacan [3]. En consecuencia con esto, lo que interesa de la cuestión, desde una hermenéutica crítica, es la comprensión del tipo de relaciones que está simbolizando hoy la cultura de la imagen. Para el teórico norteamericano los media combinan tres rasgos suficientemente diferenciados: una forma particular de producción estética, una tecnología específica y una institución social. El hecho de que de ello podamos deducir que se trata de un triple movimiento que incorpora lo estético, lo material y lo social, justificaría, a juicio de Jameson, la importancia de los mass-media como nexos que, para nuestro presente histórico, representan en la praxis la categoría de la mediación entre el modo de producción y sus proyecciones culturales. En definitiva, sus lenguajes y retóricas, su funcionamiento institucionalizado y los productos culturales construidos sobre esa retórica particular, encarnarían a la perfección la dominante cultural de “una nueva coyuntura social y económica”.

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Los alumnos de la escuela de Bellas Artes de Madrid, a falta de medios expeditivos de reproducción litográfica, pintaron carteles con figuras e inscripciones relativas a la protección del Tesoro Artístico. Un numeroso grupo de jóvenes estudiantes de las clases de dibujo y pintura dedicaron largas jornadas a esta labor, hasta que tuvieron que interrumpirla para marchar a incorporarse a los frentes de lucha, donde ya algunos de ellos han perdido la vida. La mayor parte de aquellos carteles, ejemplares únicos trazados en muchos casos con admirable acierto de forma y expresión, se gastaron y destruyeron, bajo la luz y la lluvia, en las paredes en que sus mismos autores los fijaban.

 

Lo que debemos afirmar ahora es que precisamente todo ese nuevo espacio global, extraordinariamente desmoralizante y deprimente, es lo que constituye el “momento de verdad” del posmodernismo. Lo que ha sido llamado lo “sublime” posmodernista no es más que el momento en que este contenido se ha hecho más explícito, se ha desplazado más hacia la superficie de la conciencia, como un nuevo tipo de espacio coherente en sí mismo, aún cuando todavía se observa un cierto ocultamiento o disfraz de figuración, en especial en las temáticas relativas a la tecnología sofisticada, en las que todavía se dramatiza y expresa el nuevo contenido espacial.

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Por inexplicable que parezca, no tratamos igual los edificios. En nada podemos comparar “restauración” con “incautación”, en nada podemos comparar nuestros programas de restauración patrimonial con otros procesos históricos violentos. Convertir una iglesia o un convento incautados en taller mecánico o almacén de grano, eso era moderno. Transformar un edificio religioso en un museo, exactamente, eso es posmoderno.

 

Resulta evidente que los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol ya no nos interpelan con la inmediatez del calzado, Zapatos campesinos, de Van Gogh [4]: de hecho, me siento tentado de afirmar que no nos interpelan en lo absoluto. Nada en dicho cuadro organiza siquiera un espacio mínimo para el espectador, que se lo topa en el recodo del corredor de un museo o de una galería, con toda la contingencia de un objeto natural inexplicable.