TESAURO

CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

MÁQUINA P.H.

LA INTERNACIONAL

PEDRO G. ROMERO

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Papel máquina

Primer semestre  de 1937.  “Pinatar” por “San Pedro de Pinatar”.  San Pedro de Pinatar, Murcia. Emisión de billetes por valor de 1 peseta en la Salinera Española. El Consejo Municipal había decidido excluir el apodo religioso del nombre del pueblo. Durante la guerra civil la empresa Salinera Española estuvo autogestionada por los propios trabajadores; pero al finalizar la contienda recuperó su anterior propietario. Museo Arqueológico Etnográfico de San Pedro de Pinatar. Vale por 1 peseta. Cartón gris.

 

Segundo semestre de 1997. “Papel Máquina” por “papel-máquina”. Jacques Derrida [1] (1930, El-Biar, Argelia- 2004, París, Francia) La cinta de máquina de escribir y otras respuestas: El papel o yo, ¡Qué quiere que les diga…! (Nuevas Especulaciones sobre un lujo de los pobres). Palabras recogidas por Marc Guillaume y Daniel Bougnoux. Les cahiers de Médiologie-4. Pouvoirs du papier. Editions Gallimard. Association Médium. Boletín Impreso. Versión electrónica : ISSN 1777-5604. PDF.

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Algunos municipios que rompieron con el pasado quitando de sus topónimos palabras vinculadas a la iglesia o a la monarquía proclamaron el cambio a través de la moneda. También empresas colectivizadas y sindicatos o cuerpos de ejército. Sin embargo, no siempre hubo razones políticas tras la emisión de moneda; incluso ayuntamientos con un centenar de habitantes tuvieron sus billetes por orgullo localista, por imitación o competencia con pueblos vecinos. Alguna vez, incluso, se usaron pliegos o cartones impresos. También fue señal para pequeños colectivos de comerciantes o cooperativas de trabajadores. En Pinatar, la empresa colectivizada Salinera Española lo hizo sobre simple cartón, redundantemente, al equiparar –sin quererlo– su “sal” con su propio “salario”. La actuación fue una iniciativa de la asociación sindical de Trabajadores de la Sal, La Realidad.

 

Crédito o descrédito, legitimación o deslegitimación se habrán expresado durante mucho tiempo mediante el cuerpo del papel. Una garantía vale lo que vale un papel firmado. La desvalorización o la «minus-valía», la «devaluación» del papel es proporcional a su fragilidad, al menor coste que se le supone, a la facilidad de su producción, de su emisión o de su reproducción. Se trata, por ejemplo, de la diferencia entre el papel moneda, más devaluable, y la pieza metálica de oro o de plata, y luego, entre el papel garantizado por un Estado o un notario, el «papel timbrado», y el «papel sin sellar» (enorme serie de sujetos conexos: el Capital, etc.).

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Se ha intentado buscar justificación a tanta actividad produc­tora de dinero en la lógica respuesta a la carencia de moneda fraccionaria, la cual resultó acaparada con prontitud por la mayor parte de sus poseedores de ambas zonas, que no sólo lo hicieron con la relativamente abundante de plata de curso legal al comienzo de la guerra sino también de las poco valiosas de níquel o de cobre. La necesidad surgida ante la carencia y el aislamiento comercial de ciertas zonas no puede hacernos olvidar la prontitud con que gobiernos autónomos, de derecho o de hecho, pusieron en marcha la emisión de moneda propia, probablemente deseosos de respaldar su recién adquirida soberanía.

 

La fotocopia, el fac-símil (fax) o las reproducciones mecánicas no tienen valor autentificante, salvo en el caso de firmas cuya reproducción esté autorizada por convención –billetes de banco o cheques– a partir de un prototipo a su vez autentificable según un procedimiento clásico, a saber, la atestación que se supone posible, por uno mismo y por el otro, de la firma manual, «sobre papel» conformado, de un firmante considerado responsable y presente a su propia firma, capaz de confirmar de viva voz, «héme aquí, éste es mi cuerpo, vean esta firma sobre este papel, soy yo, es la mía, es yo, fulano de tal, firmo ante ustedes, me presento aquí, este papel que ahí queda me representa».

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La idea de una Nueva Economía Social no pasa por la supresión inmediata del sistema internacional y las garantías que han construido los trabajadores con su producción social. Nuestra aspiración es internacionalista –ahora sólo se extiende la revolución por Cataluña y Aragón– y nuestro sistema pequeño hace un sistema más grande, ese es su triunfo. Así, la emisión de moneda de consumo, que garantizara un poder económico mínimo para todos, facilitando la compra, el pago y el usufructo en un sistema flexible y disperso –en este sentido, las emisiones de monedas cooperativas, municipales, comarcales, etc.– se complementa con la emisión de moneda de producción, exclusiva para las grandes transacciones comerciales, industriales y bancarias sin absolutamente ninguna excepción, con una aspiración totalizadora, pero sin circulación monetaria visible, sin posibilidad de uso simbólico ni especulativo alguno. Hacer compatibles a la vez estos dos sistemas es nuestra misión.

 

La «depaperización» del soporte, si puede decirse, es en primer lugar la racionalidad económica de un beneficio: simplificación y aceleración de todos los procedimientos, ganancia de tiempo y de espacio, por consiguiente, almacenamiento, archivación, comunicación y debates facilitados más allá de las fronteras sociales y nacionales, circulación sobreactivada de las ideas, de las imágenes, de las voces, democratización, homogeneización y universalización, «mundialización» inmediata o transparente: por lo tanto, como suele pensarse, creciente reparto de los derechos, de los signos y del saber, etc. Pero, al mismo tiempo, otras tantas catástrofes: inflación y desregularización en el comercio de los signos, hegemonías y apropiaciones invisibles, tanto si se trata de lenguas como de lugares, etc. Que los modos de apropiación se tornen espectrales, se «desmaterialicen» (palabra muy engañosa que quiere decir que en verdad pasan de una materia a otra y se tornan incluso tanto más materiales, en el sentido de que ganan en dynamis potencial), que se virtualicen o se «fantasmaticen», que soporten un proceso de abstracción, esto no es en sí una novedad ni una mutación: se podría mostrar que siempre lo han hecho, incluso en una cultura del papel.

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La puesta en circulación de esta va­riopinta serie de papeles tuvo enorme trascendencia sobre las ideas y sobre la vida de los españoles a quienes tocó comprar, vender y traficar con dichos bonos. La desacralización del dinero hizo perder todo aprecio hacia él. La pérdida de valor precipitó el dispen­dio, ridiculizó el ahorro, menospreció su posesión. La inflación hizo crecer los precios y aumentar los gastos y todo a un ritmo vertiginoso, galo­pante. El dinero se hizo papel volande­ro y sin valor, las emisiones se suce­dieron. La circulación fiduciaria experimentó un crecimiento gigantesco, lle­gando hasta triplicarse. Las emisiones incontroladas hicieron el resto. La anarquía monetaria llegó a lo inenarrable. Capítulo aparte merece la emisión de piezas metálicas o similares efectuada en simultaneidad con el papel. Los ma­teriales podían ser cobre, latón, hierro, estaño, zinc, plomo, aluminio, hojalata, baquelita y cartón. Las de cartón llevaban adherido un papel con la indica­ción del pueblo y del organismo emi­sor. Se llegaron a hacer hasta de celu­loide, y ni la más persuasiva dialéctica era capaz de convencer a un aldeano de que aquello equivalía a una peseta «de las de antes de la guerra».

 

En Freud [2], ese «modelo» se encuentra en concurrencia con otros (un dispositivo óptico, por ejemplo, pero también otros más) o se complica con la escritura fotográfica (que implica otros soportes de casi-papel, la película del filme y el papel de revelado). El papel ya está ahí «reducido» o «retirado», en retirada (en todo caso, el papel propiamente dicho, por así decirlo, pero ¿podemos hablar aquí del papel mismo, de la «cosa misma» llamada «papel» o solamente de sus figuras? Y ¿la «retirada» no ha sido acaso siempre el modo de ser, el proceso, el movimiento mismo de lo que llamamos «papel»? ¿EI rasgo esencial del papel no será la retirada de lo que se borra y se retira debajo de lo que un presunto soporte supuestamente sostiene, recibe o acoge? ¿El papel no está siempre, desde siempre, a punto de «desaparecer»? ¿Y no llevamos acaso el luto de este desaparecido en el momento mismo en el que le confiamos los signos nostálgicos y lo hacemos desaparecer bajo la tinta, las lágrimas y el sudor de ese trabajo, de un trabajo de escritura que es siempre trabajo de duelo y pérdida del cuerpo? ¿Qué es el papel mismo propiamente dicho? ¿Y la historia de la cuestión «¿qué es?» acaso no está siempre «en el borde», en vísperas o en el mañana de una historia del papel?

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En la imposibilidad de resolver de inmediato el gravísimo problema, el Go­bierno republicano no tuvo más reme­dio que autorizar a los municipios para la emisión de moneda. Y de los municipios se pasó a una tolerancia de acuñaciones en las fábricas de material de guerra, en las cooperativas, en los sindicatos. Y de aquí se saltó a las industrias, a los transportes, a los eco­nomatos y a los almacenes. Y aunque la moneda aparecida era únicamente de circulación interna, muchas llegaron a ser aceptadas por centros ajenos a los que fue emitida. Tras las emisiones metálicas –¡qué eran retiradas para convertirlas en proyectiles de guerra!– se tuvo que dar paso al papel moneda. El hecho real fue que, a lo largo de 1937, la zona republicana se convirtió en un auténtico muestrario de piezas con­vencionales, que tuvieron la virtualidad de solventar las más imperiosas nece­sidades del subsistir en una sociedad que seguía ajustada a las transacciones dinerarias como patrón y vehículo ad­quisitivo. Pero la pérdida del sentido reverencial del dinero fue espeluznante. Las raras fichas acuñadas eran el haz­merreír de la gente. Los chiquillos las coleccionaban, las intercambiaban como si fueran tapones corona de la gaseosa “El Rayo” o de la cerveza “El Águila”. Ante aquella pérdida absoluta del valor de la moneda, el afán de acaparar la plata se redobló.

 

Soy de aquellos que querrían trabajar por la vida y la supervivencia del papel, su desarrollo, su difusión, también por compartirlos; porque las «desigualdades» de las que hablábamos antes separan también a los ricos y a los pobres y uno de sus indicios es «nuestra» relación con la producción, con el consumo, con el «despilfarro» del papel; hay ahí una correlación o una desproporción sobre la que no deberíamos dejar de meditar. Entre los beneficios de un hipotético reflujo del papel, beneficios secundarios o no, paradójicos o no, sería preciso por otra parte contar la ventaja «ecológica» (por ejemplo, menos árboles sacrificados al convertirse en papel) y la ventaja «económica» o tecno-económico-política: privados de papel y de toda la maquinaria que le resulta indisociable, los individuos o grupos sociales podrían no obstante acceder mediante el ordenador, la televisión y la Web, a todo un entramado mundial de información, de comunicación, de pedagogía y de debate; usted sabe que, por muy costosas que sigan siendo, estas máquinas a veces penetran más fácilmente, son más apropiables que los libros. Por otra parte, se apoderan mucho más rápidamente, y de acuerdo con una desproporción gigantesca, del «mercado» propiamente dicho (compra, venta, publicidad) —del que ellas también forman parte—, que del mundo de la comunicación «científica» y que, a fortiori, con mucho, del mundo de las «artes y las letras», en su vínculo más resistente a las lenguas nacionales. Y, por consiguiente, con tanta frecuencia, a la tradición del papel.