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ICONOCLASH

FOTOGRAFÍAS

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ENTRADA: HUGO BALL Y EMMY HENNINGS

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PELÍCULAS

Iconoclash

Español

 

 

 

 

Peter Weibel y Bruno Latour. Iconoclash, Beyond the image wars in science, religion, and art. ZKM, Center for Art and Media. Karlsruge. Massachusetts Institute of Technology, MIT Press. 2002.

 

Iconoclash se presenta como un oximorón en la época del triunfo de las imágenes. Se trataba de presentarnos la representación de imágenes, en este caso valga la redundancia, como una víctima más del triunfo de la ciencia en el siglo XX. La técnica, elevada al cuadrado, contra la naturaleza de la representación. Una colección más o menos afortunadas de los logros del arte moderno vistos en forma de lienzos monocromos, estatuas mutiladas, imágenes borradas, ensamblajes de muebles viejos, depósitos de basura, papeles rasgados, acciones pornográficas y escatológicas, propuestas vitales absurdas y apologías de la zoofilia, la pedofilia y la coprofília, programas políticos delirantes y elogios de la vida de los locos, los asesinos y los terroristas, es decir, el paisaje del nihilismo.

 

La dirección del proyecto expositivo es de Peter Weibel y de Bruno Latour el cargo reflexivo, su aproximación discursiva. A los dos les une una profunda atención a la complejidad del mundo entendida esta, según veremos,  como coartada a la hora de tomar partido, de dar relevancia a cualquier lectura política de las cosas. Por ejemplo esta guerra de las imágenes parece entenderse desde la óptica de la ciencia, el ojo de las artes y la videncia religiosa aunque prima sobre todas ellas la superstición de la técnica, entendida esta como nuestra disposición de estar en el mundo. No hay contrastes ente los puntos de vista si no, más bien, la sumisión de unos puntos de vista a otros. Así, la inflexión artística, quizás el espacio en el que la lectura de las imágenes alcance mayor complejidad queda simplificado con esa proposición según la cual la abstracción del conocimiento científico impedía una convivencia real con las imágenes de la mímesis. Teniendo en cuenta que las líneas que inician Kandinsky, Mondrian o Malevich provienen directamente del saber teosófico la pretendida síntesis se queda en simpleza. El iconoclasmo artístico queda también supeditado al presente no sólo por la pasión de ambos comisarios por el pixel, superstición moderna que, según parece, la ciencia no acaba de despejar, si no por ponernos en línea con esa modalidad de artista -o más bien moda- que ha entendido que lo iconoclasta no es ya la destrucción de las imágenes si no la exhibición pública de este acto, re-imaginando su antigua obscenidad. Así, el brillante repertorio enciclopédico queda empobrecido cuando averiguamos que al final de esta arqueología están los chistes de Maurizio Cattelan. Parece, entonces, que esa interrogación continuada de la iconoclastia que se pretende tiene paralizado su sentido crítico y en pos de una genealogía creadora se ha olvidado la obligación redentora de un excursión de este tipo: el mosaico no es sólo una imagen hecha con los pecios de distintas destrucciones, trozos dispersos y recuperados, si no la férrea ley –casi mosaica, por más que la etimología aquí no ayude– que mantiene unidos los fragmentos diversos, los materiales opuestos.

 

La excusa de la destrucción de los Budas de Bamiyan por el régimen taliban les ha servido en bandeja ese desplazamiento oriental que tanto admiran los dos comisarios, al menos, desde el Eurotaoísmo de Peter Sloterdijk. Es una lástima que no se haya reparado lo suficiente en como la modernidad artística llevo a cabo la recuperación del gesto iconoclasta nihilista, ese que dejan tras de sí los expresionismos y dada, a través de la adaptación anacrónica en occidente de los saberes orientales, desde el tao al budismo zen, por parte de la vanguardia radical americana. El silencio de Cage no es el de Duchamp por más que compartan una misma sonrisa mediada. Y sin embargo, tanto en lo teórico como en lo mostrado en salas, se muestra una misma continuidad histórica, Auschwitz e Hiroshima se diluyen en la continuidad de la historia, en su progreso. Es significativo por el ejemplo la reducción del ludismo –el del capitán Ludd no la afección mental de la cultura del video juego– a mera anécdota, ni se hace notar aquel llamado de Walter Benjamín de ponerle palos en las ruedas al tren del progreso, al avance imparable de la historia.

 

No vamos a negar el carácter de repertorio enciclopédico del esfuerzo, sin lugar a dudas lo más atractivo del mismo, por más se que caiga a menudo en la banalidad. Cómo escribió alguna vez Auerbach, “los Bouvard y Pecuchet en la cultura alemana dan miedo, no hacen gracia”. Por eso podemos disculpar que la ridícula presencia de lo español en estos estudios sea debida al desconocimiento y a la puerilidad, no hay mala intención. Remo Bodei advirtió en cierta ocasión que la iconoclastia en la guerra civil española era la primera que se producía en colisión con el reinado de la ciencia –la dinamita- y el arte moderno –las vanguardias-, de ahí su ejemplaridad. Menos disculpa tiene la nula atención, desconocimiento absoluto, claro, a los cinco estudios que el antropólogo Manuel Delgado ha dedicado al tema, en fin. Lo que no tiene excusa es el escamoteo de ciertos episodios de la reciente historia alemana que, habiéndose producido en el mismo marco teórico que se invoca –teología, arte y ciencia- no obtienen ninguna referencia ni en las 1000 páginas del libro ni en los miles de metros cuadrados de la exposición.

 

Nada de Ernst Junger que con obscenidad clínica proclama en El trabajador las diferencias entre la tea ardiente que quema la iglesia lanzada por la fuerza del brazo humano y el misil dirigido por el artillero desde el visor artificiero para disparar su cañón contra la fachada de Notre-Dame. Nada del conflicto entre kultur y civilisation, esgrimido precisamente en el conflicto bárbaro de la destrucción patrimonial por los alemanes en Francia y Bélgica durante la Primera Guerra Mundial. Nada del Hugo Ball que en el Cabaret Voltaire invoca que la “destrucción es mímesis”; y eso que se ha invitado –mera cortesía según parece– a participar por escrito al Michel Taussig de Defacement.

 

Evidentemente no se trata de problemas coyunturales, que no serían reseñables como tales. La fórmula académica que la pareja editorial ZKM-MIT está llevando a cabo tienen sus vicios estructurales que si en esta ocasión se agravan es por la pretensión epistemológica del empeño. Como suele ocurrir en el par Latour-Weibel la atención a la complejidad y el despliegue de retóricas suelen ir encaminados a ocultar el triunfo de este episodio de la historia del capitalismo del que se hacen eco. La supuesta comprensión histórica que aparece de forma ditirámbica a lo largo de los distintos ensayos, con aciertos y caprichos, se presenta a modo de pantalla con la que ocultar el uso de la iconoclastia como herramienta principal del capitalismo moderno. Hay un verdadero escaqueo de lo político que quiere ser sustituido por ejercicios de comprensión histórica y el uso de la iconoclastia, de su figuración ambigua y paradójica, tiene aquí esa función conservadora y reaccionaria. Como señalo José Bergamín, “la paradoja es paradoja”, es decir, no sólo es una pregunta permanentemente abierta –tal como Latour pretende con su neologismo iconoclash- sino que la necesidad e intencionalidad de dicha pregunta, en definitiva, su carácter político, es lo que la alienta. Por eso la necesidad enciclopédica –versión wiki–, global, totalizadora de subsumir todo el empeño teórico a un Panorama, que como decía Walter Benjamín de aquellos que mostraban París a finales del siglo XIX, oculta en vez de enseñar las miserias de la ciudad moderna.

 

Si se trataba solamente de reseñar que las imágenes aparecen, desaparecen y reaparecen no era necesario fijarse en la eclosión iconoclasta como motor para estas operaciones pues, como bien nos ha señalado Georges Didi-Huberman, al menos desde Warburg sabemos que esto es así con todas las imágenes, hayan sido violentadas o no. Este disfraz tiene entonces un funcionamiento falaz, se muestra que la iconoclastia no es más que parte de un largo proceso en las distintas puestas en valor del icono y se da a esta regulación un carácter casi natural, como hace el capitalismo financiero con las reglas del mercado.

 

Así el iconoclash –el gesto ambiguo de la iconoclastia que destruye y construye a la vez- se convierte en la punta de lanza del ciclo expansivo del capitalismo, algo muy distinto, por ejemplo, a esa devolución de sentido que hizo Giorgio Agamben con la “profanación”: un verdadero retorno de las cosas a su uso común, fuera ya del terreno de lo sagrado. Y fuera ya del terreno de la plusvalía, podríamos añadir nosotros desde el contexto de una economía del arte.

 

De fondo hay un malentendido fundamental con esa caracterización tan medioambiental con que el par Weibel-Latour suelen referir la idea de medio. Esta mediología naturalizada, como el aíre o el agua, no puede ser detenida, interrumpida, contaminada. Cuando de lo que se habla es de comunicación, efectivamente, la onda expansiva no parece tener sujeción entre al actor y sus redes, todo es transmisión y cuando no la hay -¿es que esta red nunca tiene al menos alguna avería?- todo es abandonado al campo de la retorica; todo, hasta el más absoluto terror. Frente al Mario Perniola de Simulacro o al Giorgio Agamben de Medios sin fin, la comunicación no parece tener interrupciones ni frenos ni rupturas. Esa esfera iconoclasta, donde las imágenes son interrumpidas, desaparece bajo la perversión gnoseológica de un grupo atento de doctores que son capaces de entender sus significados y, también, sus no significados. Pero si no hay interrupción, al menos, cesura, qué sentido tiene seguir llamando  a este gesto iconoclasta.

 

Jota Gracián

 

 

 

 

Deutsch

 

 

 

 

Iconoclash. Jenseits der Bilderkriege in Wissenschaft, Religion und Kunst, hrsg. von Peter Weibel und Bruno Latour, Ausst.-Kat. ZKM, Zentrum für Kunst und Medientechnologie, Karlsruhe,  Massachusetts, MIT Press 2002.

 

Iconoclash präsentiert sich als Oxymoron im Zeitalter des Triumphs der Bilder. Es ging darum, die Repräsentation der Bilder – man möge mir die Redundanz in diesem Fall verzeihen – als ein weiteres Opfer des Siegeszugs der Wissenschaft im 20. Jahrhundert vorzustellen: die geballte Technik  gegen das Wesen der Repräsentation, eine mehr oder weniger geglückte Sammlung der Errungenschaften der Modernen Kunst in Form von monochromen Leinwänden, zerstückelten Statuen, ausradierten Bildern, Assemblagen aus alten Möbeln, Müllbergen, zerfetzten Papieren, pornografischen und eschatologischen Aktionen, absurden Lebensprojekten und Verherrlichungen der Sodomie, Pädophilie und Koprophilie, abseitigen politischen Programmen und Lobeshymnen auf das Leben der Verrückten, Mörder und der Terroristen – also die gesamt Landschaft des Nihilismus.

 

Kurator der Ausstellung ist Peter Weibel und Bruno Latour übernimmt den reflexiven Part, die diskursive Annäherung. Beide verbindet ein tiefes Interesse an der Komplexität der Welt – als Alibi, wenn es um die eigene Positionierung geht und darum, jedweder politischen Lektüre der Dinge Gewichtigkeit beizumessen. So wird dieser Bilderkrieg scheinbar aus der Perspektive der Wissenschaften, Künste und religiösen Prophetie betrachtet, doch ragt der Aberglaube an die Technik – als unser Sinn und Zweck auf Erden – über alles hinaus. Es gibt keine Kontraste zwischen den Positionen, sondern eher die Unterwerfung eines Standpunkts unter den anderen. Und so wird der künstlerische Umbruch – der Raum, in dem die Lektüre der Bilder vielleicht die größte Komplexität erreicht –  in diesem Projekt banalisiert, ein Projekt, dessen Abstraktion wissenschaftlicher Erkenntnis ein wirkliches Zusammenleben mit den mimetischen Bildern verhindern würde. Wenn man bedenkt, dass die Wege, die Kandinsky, Mondrian oder Malevitsch beschritten haben, direkt auf das theosophische Wissen zurückzuführen sind, dann reduziert sich die hier angestrebte Synthese auf das Simpelste. Darüber hinaus wird der künstlerische Ikonoklasmus dem Aktuellen untergeordnet. Und dass nicht nur auf Gund der Leidenschaft beider Kuratoren für Pixel – ein moderner Aberglaube, den die Wissenschaft offensichtlich nicht austreiben kann ­­–, sondern auch, um uns auf Linie mit jener künstlerischen Modalität, jener Mode zu bringen, die verstanden hat, dass Ikonoklasmus nicht so sehr die Zerstörung von Bildern betrifft, sondern vielmehr die öffentliche Zurschaustellung des Zerstörungsaktes selbst, um so die einstige Obszönität erneut ins Bild zu setzen. Und so verarmt der schillernde enzyklopädische Fundus, sobald man herausfindet, dass am Ende dieser Archäologie die Witze von Maurizio Cattelan stehen. Es scheint also, als ob diese fortwährende Befragung des Ikonoklasmus dessen kritischen Sinn paralysiert hätte. In diesem Nacheilen einer schöpferischen Genealogie  wurde die erlösende Pflicht einer Exkursion folgender Art vergessen: Das Mosaik ist nicht nur ein Bild, das sich aus den Wrackteilen unterschiedlicher Zerstörungen, aus versprengten und wiedergefundenen Teilen zusammensetzt, sondern auch ein eisernes, geradezu mosaisches Gesetz – so wenig uns die Etymologie hier auch weiterhelfen mag –, das die verschiedenen Fragmente, die gegensätzlichen Materialien zusammenhält.

 

Die Rechtfertigung der Zerstörung der Buddha-Statuen von Bamiyan durch das Taliban-Regime hat den beiden Kuratoren die von ihnen so bewunderten Verschiebungen des Orients auf einem Silbertablett serviert, zumindest aus der Sicht des Eurotaoismus eines Peter Sloterdijk. Es ist schade, dass man sich nicht genauer mit der Wiederaneignung nihilistischer ikonoklastischer Gesten durch die künstlerische Moderne befasst hat, das heißt mit jenen Expressionismus und Dada hinter sich lassenden Gesten, die auf einer von der radikalen amerikanischen Avantgarde betriebenen, anachronistischen Anpassung östlicher Weisheiten von Tao bis Zen-Buddhismus an das westliche Denken beruhten.

 

Das Schweigen von Cage ist nicht dasselbe wie das von Duchamp, so sehr die beiden auch dasselbe halbherzige Grinsen teilen. Nichtsdestotrotz wird sowohl auf theoretischer Ebene als auch im Ausstellungsraum die gleiche historische Kontinuität vorgeführt. Auschwitz und Hiroshima vermischen sich im kontinuierlichen Fortschritt der Geschichte. Dabei ist bezeichnend, dass der Luddismus – der des Captain Ludd, es geht nicht um das [mit einem d geschriebene] mentale Leiden aus der Kultur der Videospiele – zur simplen Anekdote reduziert wird. Und auch dem Aufruf Walter Benjamins, Stöcke in die Räder des Zuges des Fortschritts zu werfen, den unaufhaltsamen Vormarsch der Geschichte zu bremsen, wird keine Bedeutung beigemessen.

 

Es geht nicht darum, den enzyklopädischen Charakter und Aufwand zu leugnen, der zweifellos das Attraktivste an dem ganzen Projekt ist, egal wie sehr es dabei auch in die Banalität abrutscht. So hat Auerbach einmal geschrieben, „die Bouvards und Pécuchets der deutschen Kultur machen Angst, denn sie haben keinen Witz“. So ist denn auch die lächerliche Präsenz des spanischen Kontexts in diesen Studien verzeihlich, da sie lediglich der Unkenntnis und Unreife geschuldet ist und keine böse Absicht dahinter steckt. Remo Bodei hat darauf hingewiesen, dass die Besonderheit des Ikonoklasmus während des spanischen Bürgerkriegs darin bestand, dass er der erste war, der mit dem Reich der Forschung – dem Dynamit – und der modernen Kunst – der Avantgarde – zusammenstieß. Weniger verzeihlich ist die Nichtbeachtung, die vollkommene Unkenntnis der fünf Studien, die der Anthropologe Manuel Delgado dem Thema gewidmet hat. Und nicht zu entschuldigen ist die Unterschlagung bestimmter Episoden der jüngeren deutschen Geschichte, die sich in eben dem theoretischen Rahmen – Theologie, Kunst und Wissenschaft – bewegt haben, der hier thematisiert wird. Nicht einen einzigen Hinweis gibt es darauf, weder auf den tausend Seiten des Buches, noch in den Tausenden von Quadratmetern der Ausstellung: nichts über einen Ernst Jünger, der in seinem Buch Der Arbeiter mit schamloser Präzision die Unterschiede klärt zwischen einer glühenden Fackel, die eine Kirche Kraft des menschlichen Armes niederbrennt, und einer Kanone, die durch die von einem Artilleristen über ein Sichtgerät gesteuerte Lenkwaffe auf die Hauptfassade von Notre-Dame geschossen wird. Nichts über den Konflikt zwischen Kultur und Zivilisation, der während des Ersten Weltkriegs von den Deutschen in Form barbarischer Zerstörungen französischer und belgischer Kulturdenkmäler ausgefochten wird. Und nichts zu Hugo Ball, der im Cabaret Voltaire „Vernichtung ist Mimesis“ schreit; und das, obwohl man – scheinbar aus reiner Höflichkeit – dazu einlud, sich schriftlich am Defacement von Michael Taussig zu beteiligen.

 

Offensichtlich geht es nicht um konjunkturelle Probleme, die nicht auch als solche erkennbar wären. Die akademische Formel, die ZKM und MIT als Verlegerduo anwenden, hat ihre strukturellen Mängel, und wenn sie sich bei dieser Gelegenheit verschlimmert, dann aufgrund der epistemologischen Absicht des Unterfangens. Wie üblich bei Latour-Weibel sind das Bemühen um Komplexität und die Ausdehnung der Rhetoriken darauf gerichtet, den Triumph dieser Episode in der Geschichte des Kapitalismus zu verschleiern.

 

Das vermeintlich historische Verständnis, das in dithyrambischer Form immer wieder in den unterschiedlichen Essays auftaucht, erweist sich als ein Schirm, hinter dem der Ikonoklasmus als ein Hauptwerkzeug des modernen Kapitalismus verborgen wird.

 

Ganz offensichtlich drückt man sich hier vor dem Politischen, das durch Geschichtsübungen ersetzt werden soll, und durch Übungen zur Anwendung des Ikonoklasmus, dessen doppeldeutiger und paradoxer Charakter hier eine konservative und reaktionäre Funktion erhält.

 

Wie José Bergamín aufgezeigt hat, ist „das Paradox paradox“, das heißt, es handelt sich nicht nur um eine permanent offene Frage – so wie es Latour für seinen Neologismus Iconoclash beansprucht –, sondern darum, dass die Notwendigkeit und Absicht der besagten Frage und ihr politischer Charakter letztendlich das sind, was sie beflügelt.

 

Deshalb wird das Elend der modernen Stadt durch das globale und totale enzyklopädische Projekt – Version Wiki – eher verborgen statt so gezeigt, wie es Walter Benjamin mit seiner Beschreibung von Paris am Ende des 19. Jahrhunderts tat.

 

Wenn es nur darum gegangen wäre, aufzuzeigen, dass Bilder kommen, gehen und wiederkommen, wäre es nicht notwendig gewesen, den Ikonoklasmus als Motor dieser Vorgänge anzuführen. Denn, wie Georges Didi-Huberman bereits richtig erwähnt hat, wissen wir zumindest seit Warburg, dass es sich mit allen Bildern so verhält, egal ob ihnen Gewalt angetan wurde oder nicht.

 

Diese Tarnung funktioniert also auf betrügerische Weise. Es wird ausgeführt, der Ikonoklasmus sei nur Teil eines langen Prozesses verschiedener Bewertungen der Ikone, und man verleiht dieser Regulierung einen fast natürlichen Charakter, so wie es der Finanzkapitalismus mit den Marktregeln macht.

 

So verwandelt sich der Iconoclash – die doppeldeutige Geste eines Ikonoklasmus, der gleichzeitig zerstört und errichtet – in die Lanzenspitze eines expansiven Zyklus des Kapitalismus, also in etwas völlig anderes als zum Beispiel bei jener Rückführung des Sinnlichen, die Giorgio Agamben in Profanierungen unternimmt: eine wirkliche Rückführung der Dinge zu ihrem allgemeinen Gebrauch, jenseits des religiösen Terrains und jenseits des Mehrwerts, wie man aus dem Kontext einer Ökonomie der Kunst hinzufügen könnte.

 

Im Grunde gibt es ein fundamentales Missverständnis in dieser Medienbezogenheit, mit der das Gespann Weibel-Latour normalerweise über die Idee der Umgebung spricht. Diese naturalisierte „Medialogie“ (im spanischen „mediología“, sinngemäß auch „Umweltlehre“) kann, im Gegensatz zu Luft oder Wasser, nicht aufgehalten, unterbrochen oder verschmutzt werden. Wenn es Kommunikation ist, wovon hier die Rede ist, dann scheint die Schockwelle tatsächlich keinen Halt zwischen dem Akteur und seinem Netzwerk zu haben. Alles ist Übertragung, und wenn sie nicht da ist – hat dieses Netzwerk denn niemals auch nur irgendeinen Defekt? –, dann wird alles der Rhetorik überlassen, alles, selbst der allerschlimmste Terror.

 

Im Gegensatz zu Mario Perniolas Simulakrum oder Giorgio Agambens Medios sin fin (Mittel ohne Zweck) scheint Kommunikation weder Unterbrechungen noch Bremsen oder Brüche zu kennen. Die ikonoklastische Sphäre, in der die Bilder unterbrochen sind, verschwindet hinter der gnoseologischen Perversion einer Gruppe aufmerksamer Akademiker, die in der Lage sind, ihre Bedeutung und auch ihre Nicht-Bedeutung zu verstehen. Aber wenn es keine Unterbrechung gibt oder nicht mal eine Zäsur, welchen Sinn hat es dann, diese Geste weiterhin ikonoklastisch zu nennen?

 

Jota Gracián