Nein
Mayo de 1937. Segunda emisión del consejo municipal. La Rápita dels Alfacs, antes Sant Carles de la Rapita. 7000 habitantes. Provincia de Tarragona. Billete marrón de 25 céntimos. Existen también amarillo de 10 céntimos, rojo de 15 céntimos, rosa de 50 céntimos y azul de 1 peseta. 61 x 100 mm.
9 de junio de 1991. ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡No!, ¡Nueve!. James Lee Byars [1]: Nein. Edición ilimitada en cartón plástico. Piezas utilizadas en distintas acciones. Un proyecto de edición en oro fue anulada tras la repentina muerte del artista. Foto Heinz-Günther Mebusch. Galería Michael Werner. Diámetro 9mm.
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En la imposibilidad de resolver de inmediato el gravísimo problema, el Gobierno republicano no tuvo más remedio que autorizar a los municipios para la emisión de moneda. Y de los municipios se pasó a una tolerancia de acuñaciones en las fábricas de material de guerra, en las cooperativas, en los sindicatos. Y de aquí se saltó a las industrias, a los transportes, a los economatos y a los almacenes. Y aunque la moneda aparecida era únicamente de circulación interna, muchas llegaron a ser aceptadas por centros ajenos a los que fue emitida. Tras las emisiones metálicas -¡qué eran retiradas para convertirlas en proyectiles de guerra!- se tuvo que dar paso al papel moneda. El hecho real fue que, a lo largo de 1937, la zona republicana se convirtió en un auténtico muestrario de piezas convencionales, que tuvieron la virtualidad de solventar las más imperiosas necesidades del subsistir en una sociedad que seguía ajustada a las transacciones dinerarias como patrón y vehículo adquisitivo. Pero la pérdida del sentido reverencial del dinero fue espeluznante. Las raras fichas acuñadas eran el hazmerreír de la gente. Los chiquillos las coleccionaban, las intercambiaban como si fueran tapones corona de la gaseosa “El Rayo” o de la cerveza “El Águila”. Ante aquella pérdida absoluta del valor de la moneda, el afán de acaparar la plata se redobló.
Durante la Bienal de Venecia de 1991, James Lee Byars decidió arrojar a los canales monedas de cartón dorado donde aparecía grabada una espiral. Claro que también podía ser un nueve. “¡NEIN!”, decía Byars a grandes voces. Tenía algo que ver con su oposición a la inminente Documenta de Kassel [2], aunque no estoy muy seguro: Byars había llevado a cabo su acción de madrugada, así que no lo vi…pero me lo imagino. Al cabo de cuatro o cinco horas, cuando Stephen McKenna me lo presentó en la terraza de un café, las monedas de oro que había arrojado al agua se habían extendido ya por la ciudad como una plaga o como un milagro: el de la extensión de lo intenso. Byars me daría en Madrid un puñado de esas monedas a cambio de una navaja de oro. No tenían mucho valor, pero tampoco la navaja –diminuta- le valdría a él para otra cosa que para alancear mosquitos; salvo por un milagro. Me acordé de una historia que se cuenta de Domenico Michiel, cuando los venecianos acudieron en auxilio de los primeros cruzados. Como el dinero faltaba, el Dux, que era poco amigo de las deudas y aún menos de los motines, mandó hacer monedas de cuero labrado con la promesa de dar por cada una un cequí de oro a su regreso.