TESAURO

CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

MÁQUINA P.H.

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Masse und Macht

1936. Iglesia de la Providencia. Olot. La Garrotxa. Gerona. En la imagen, al fondo, la iglesia en el mismo momento en que fue abandonada por los incendiarios, observándose todavía manchas y estelas de humo. Fotografía de Josep M. Dou.

 

1959. Masse und Macht. Elias Canetti. En el año 1927, contando con veintidós años, se había dado de bruces con una rebelión obrera en Viena, experimentando cómo la energia de la turba ansiosa de descarga desfogaba sus ánimos en el incendio del palacio de Justicia. Existen fotografias en el Öesterreichisches Institut für Zeitgeschichte Wien.

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Església y convent de la Divina Providencia. L’església és assaltada i incendiada el 25 de juliol de 1936. L’Ajuntament, en sessió del 13 de novembre del mateix any, decideix fer-hi obres i desfigurar-ne la façana (per treure-li l’aspecte d’edifici religiós). L’església esdevindrà taller col·lectiu de fusteria i, posteriorment, caserna, el convent serà allotjament per als refugiats.

 

Con la obra de Elias Canetti sucede lo mismo. Auto de fe es una narración que irreversiblemente desemboca en el incendio de una gran biblioteca, el «Theresianum», mientras que con Masa y poder el proceso es el contrario, se parte de un suceso biográfico, una experiencia revolucionaria en la Viena de los años veinte, para desentrañarlo y exponernos analíticamente sus consecuencias.

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De alguna manera, cuando hablamos del asalto a la iglesia de la Providencia estamos hablando de un asalto tipo, de un ataque modelo. La forma en que sucedió, el movimiento de las gentes, la levedad del fuego incendiario, la rapidez de todo el acontecimiento.

 

Estoy hablando de Elias Canetti, a quien se le podría calificar como un anarquista del pensamiento antropológico. En efecto, a él se ha de agradecer el libro de antropología social más acerado e ideológicamente fecundo de este siglo; a saber, Masa y poder, una obra que cuando apareció en 1960 no sólo no fue bien recibida, sino despreciada y ninguneada por la mayoría de los sociólogos y filósofos sociales. La razón de ello estriba en su negativa a realizar la función desempeñada casi sin excepción por los sociólogos ex officio: la adulación, bajo formas de crítica, de la sociedad actual, ese objeto que a la vez actúa como posible cliente. La fuerza de Canetti reside en esta inflexible falta de condescendencia, apoyada en su capacidad de evocar de manera constante sus experiencias decisivas de la sociedad como poderosa masa en acción a lo largo de varias décadas.

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Pero si antes, dado el carácter polifacético de la ciudad, la torpeza hubiese aflorado a la punta de la pluma del cronista al intentar describir Olot, ello es hoy, bien que doloroso, harto fácil; tan fácil cuanto difícil se hace imaginarse un Olot sin una parroquial iglesia de San Esteban y sin un santuario de la Santa Patrona del Tura, o por mejor decir, con un santuario de la Santa Patrona convertido en inmundo almacén de esparto para la fabricación de explosivos y una iglesia parroquial habilitada para depósito de pinturas y altos y bajorrelieves procedentes de expoliaciones inicuas, en la cual, de modo muy quedo, acábase de hacer trizas el magnífico órgano que se salvó de la quema; con un templo del Carrnen trastocado en taller de reparación de vehículos; con un convento del Corazón de María transformado en cuartel del CRIM y una iglesia de la Divina Providencia, ¡oh, Providencia de Dios!, utilizada para talleres de carpintería; con un esqueleto de iglesia y convento de los Padres Capuchinos; con un sinnúmero de huellas de los sacrilegios y profanaciones; por un sinfín de viviendas ocupadas por indeseables tras el forzoso destierro de sus legítimos dueños, con unas cuantas docenas de hogares deshechos bajo el signo cruento de la hoz y el martillo; con una pavorosa peste de policías, carabineros y guardias de asalto, amenaza constante de las gentes honradas y pacíficas; con un ferial sin ferias ni mercados; con unas calles huérfanas casi de olotenses e invadidas, por el contrario, por una multitud de caras desconocidas, torvas y repugnantes; con una población sin mozos y muchas mozas que por un plato de lentejas han vendídose el tesoro de su honra, mientras muchísimas más, antaño señoritas de la buena sociedad, para hacer frente a la miseria trabajan a destajo en ocupaciones plebeyas pero dignas; con una infinidad de cuerpos llenos de pústulas y granos sucios; con un ambiente contrapuesto en absoluto al ambiente de arte de lejanos días; con un bello manojo de industrias que ruedan a duras penas bajo control obrero; con otro no menos bello de comercios agonizantes o exánimes; con un Grupo Escolar, un Teatro Principal y una torre Xiqués adaptados, corno el colegio de los Escolapios, para hospitales de sangre, con una farmacia municipal montada con enseres y productos fruto de la rapiña y hasta, en fin, con un monte, el de Montolivet, otrora bien poblado de encinas frondosas y actualmente tan mondo y lirondo, por obra y gracia marxista, como el cabezorro de Azaña con una de sus colosales verrugas en lo alto de la morra.

 

Se habla a menudo del impulso de destrucción de la masa; es lo primero en ella que salta a la vista y se puede advertir que se encuentra en todas partes, en los países y las culturas más variadas. Si bien se trata de un hecho comprobable que se desaprueba, jamás se explica satisfactoriamente. Preferiblemente la masa destruye casas y cosas. Ya que muchas veces se trata de objetos frágiles como cristales, espejos, jarrones, cuadros, vajilla, se tiende a creer que sería justamente esta fragilidad de las cosas lo que incita a la masa a la destrucción. Bien es verdad que el ruido que produce la destrucción, el fragor de la vajilla o el de los escaparates hechos añicos, contribuye en buena medida a su encanto: son los vigorosos vagidos de una nueva criatura, los gritos de un recién nacido. Que sea tan fácil provocarlos aumenta su popularidad; todo grita al unísono y el tintinear es el aplauso de las cosas. Una particular necesidad de este tipo de estruendo parece existir al comienzo de los acontecimientos, cuando la masa está todavía compuesta por un número bastante reducido de elementos y cuando no ha sucedido aún casi nada. El rumor promete el anhelado refuerzo y es un feliz presagio de lo que sucederá a continuación. Pero sería erróneo creer que la facilidad de romper objetos es el hecho decisivo. Se ha comenzado con esculturas de dura piedra y no se ha cejado hasta dejarlas mutiladas e irreconocibles. Los cristianos destruyeron las cabezas y los brazos de dioses griegos. Reformadores y revolucionarios hicieron bajar de su pedestal las imágenes de los santos, a veces desde alturas consideradas como de peligro mortal, y más de una vez la piedra que se procuraba triturar era tan dura que no se conseguía destrozarla por completo. La destrucción de imágenes que representan algo es la destrucción de una jerarquía que ya no se reconoce. Se atacan así las distancias habituales, que están a la vista de todos y rigen por doquier. La expresión de su permanencia era su dureza, han existido desde hace mucho tiempo, desde siempre, según se cree, erguida e inamovible; y era imposible aproximarse a ellas con intención hostil. Ahora están caídas y quedaron hechas escombros. La descarga se ha consumado en este acto. Pero no siempre se llega tan lejos. La destrucción de tipo corriente, de la que se hablaba al comienzo, no es sino un ataque a todos los límites. Ventanas y puertas pertenecen a casas, son la parte más delicada de su limitación hacia el exterior. Destrozadas las puertas y las ventanas, la casa ha perdido su individualidad. Entonces, cualquiera puede entrar a su gusto, nada ni nadie está protegido dentro de ellas.

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La tea incendiaria había consumado ya su obra destructora en nuestra ciudad y comarca. La pátina del fuego aparecía impresa en los muros de nuestro Casal Mariano y en los templos, capillas, ermitas y conventos. Nuestras iglesias parroquial, del Santuario del Tura, del Carmen, de los Escolapios, ¡ah!, de la Divina Providencia… en fin, ni la capillita de la Virgen del Portal respetó la furia revolucionaria en aquel luctuoso 25 de julio de 1936. Y era ahora hace tres años que todavía no habían sido aventados por el aire aquellos montones de cenizas de frente de los conventos, ermitas y templos en que quedaron convertidos multitud de altares, imágenes y ornamentos sagrados, pavesas de algo que el fuego podrá purificar siempre sin destruirlo jamás. No obstante, más montones de cenizas nos quedaban por ver. Y era tres años antes de ahora, en esta semana justamente, que otros montones iguales aparecían acá y acullá de la urbe horrorizada. Eran las imágenes y objetos religiosos saqueados a los sacerdotes perseguidos o de los derechistas significados para ser pasto de las llamas, cuyos objetos e imágenes habían sido arrojados a la calle, desde balcones y ventanas, entre el vómito de blasfemias y palabras soeces de los nuevos iconoclastas.

 

Por lo común, en estas casas están metidos los hombres que pretenden excluirse de la masa, sus enemigos. Ahora se ha destruido lo que los separa. Entre ellos y la masa no hay nada. Pueden salir y sumarse a ella. Se les puede pasar a buscar. Pero aún hay más. El mismo ser singular tiene la sensación de que en la masa sobrepasa los límites de su persona. Se siente aliviado, ya que todas las distancias que lo volvían a sí mismo y lo encerraban en sí quedan abolidas. Al levantar las cargas de distancia se siente libre y su libertad le empuja a sobrepasar esas fronteras. Lo que le sucede también ha de suceder a los otros y espera lo mismo de ellos. Le irrita que en un jarrón de gres todo sean límites. De una casa le molestan las puertas cerradas. Ritos y ceremonias, todo lo que mantiene distancias, le amenaza y le resulta insoportable. Se intentará volver a llevar a la masa fragmentada a esos recipientes preformados. Ella odia sus futuras prisiones, que siempre le fueron cárceles. A la masa desnuda todo le parece la Bastilla. El más impresionante de todos los medios de destrucción es el fuego. Es visible a gran distancia y atrae a otras personas. Destruye de manera irremediable. Nada, después de un incendio, es como fue antes. La masa que incendia se cree irresistible. Se le va incorporando todo mientras el fuego avanza. Todo lo hostil será exterminado por él. Es, como se verá posteriormente, el símbolo más vigoroso que existe para la masa. Después de toda destrucción, el fuego, como la masa, debe extinguirse.

 

 

 

 

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[Lo sé no se me escapa que lo destruyen todo, hacéis como si yo no supiera nada de eso, sé también que derribarán la vieja escuela pero ya no protesto para eso estáis ahí la generación siguiente, el mundo es hoy sólo un mundo destruido, en definitiva insoportablemente feo, se puede ir a donde se quiera, el mundo es hoy sólo un mundo feo, y un mundo estúpido de un extremo a otro, todo degenerado en donde se mire, todo abandonado en donde se mire, lo mejor sería no despertarse ya, en los últimos cincuenta años los gobernantes lo han destruido todo y no tiene ya remedio, los arquitectos lo han destruido todo con su estupidez, los intelectuales lo han destruido todo con su estupidez, el pueblo lo ha destruido todo con su estupidez, los partidos y la Iglesia lo han destruido todo con su estupidez que ha sido siempre una estupidez abyecta y la estupidez austríaca es absolutamente repulsiva. La industria y la Iglesia son culpables de la desgracia austríaca, la Iglesia y la industria han sido siempre culpables de la desgracia austríaca, los Gobiernos dependen totalmente de la industria y la Iglesia, siempre ha sido así y en Austria todo ha sido siempre de lo peor, todos han corrido tras la estupidez, siempre se ha pisoteado la inteligencia. La industria y el clero mueven los hilos de la miseria austríaca. En el fondo puedo comprender muy bien a vuestro padre, lo que me asombra es que todo el pueblo austríaco no se haya suicidado hace tiempo, pero los austríacos en conjunto como masa son hoy un pueblo brutal e imbécil. En esta ciudad alguien clarividente tendría que ser maníaco homicida todos los días, las veinticuatro horas. (Mira en dirección al Burgtheater.) Lo único que le ha quedado a este pobre pueblo inmaduro es el teatro. Austria misma no es más que un escenario en donde todo es desorden y putrefacción y degradación, un elenco que se odia a sí mismo de seis millones y medio de abandonados, seis millones y medio de débiles mentales y locos furiosos que continuamente reclaman a voz en grito un director. El director vendrá y los hundirá definitivamente en el abismo. Seis millones y medio de comparsas a los que unos cuantos actores criminales instalados en el Hofburg y en la Ballhausplatz ofenden a diario y finalmente hundirán de nuevo en el abismo. Los austríacos están poseídos por la desgracia, el austríaco es desgraciado por naturaleza y si alguna vez es feliz se avergüenza de serlo y disimula su felicidad en su desesperación.]