CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

Texto

Los litos litúrgicos

 

Pedro G. Romero reinterpreta la obra de Joel Meyerowitz

 

 

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Compañero, canta, canta

Y no le temas a nadie;

Que en la punta de mi espada

Traigo a la Virgen del Carmen.

 

Francisco Rodríguez Marín, Cantos Populares Españoles, nº 7637. 1883.

 

 

El mismo salvaje que, aparentemente, para matar a su enemigo, traspasa la imagen de éste, construye su choza realmente de madera y afila con arte su flecha de piedra y no en efigie.

 

Ludwig Wittgenstein, Observaciones a “La Rama Dorada” de Frazer, nº I/XX., 1931-1936.

 

 

 

Los agentes judiciales austriacos han confiscado una partida de editados litográficos que se estaban imprimiendo en los sótanos de la Casa Wittgenstein, casa ocupada por gitanos, Rrom y Sinti, travellers, camminanti, mercheros y flamencos desde hace tres años aproximadamente. Algunos de los panfletos y pasquines que salían de estos almacenes y estaban siendo distribuidos en calles y plazas de Viena, van ilustrados con fotografías de Meyerowitz. Hay una relación evidente entre las imágenes mismas de Meyerowitz y la circulación de estos pasquines por las calles de media Europa que no ha pasado por lo alto a los funcionarios de justicia que las tienen que fiscalizar.

 

Sabemos que Meyerowitz paso tiempo en Málaga, viviendo con una familia gitana, viviendo entre flamencos, con una voluntad exacta de eso mismo, de experimentar esa forma de vida que era el flamenco según le había relatado su amigo Paul Hecht. Sin embargo y pese a estas evidencias, las imágenes que presidian estos panfletos no se correspondían con aquella producción, estamos viendo algunos de sus “grandes éxitos” fotográficos: el tigre que salta desde el escaparate, el mono y el niño que se saludan, el toro escapando de su spot estampado en un camión de reparto.

 

Desde luego es fácil que pinterest o alguna de las plataformas digitales que suministran imágenes hubieran subyugados a los activistas rom con estas fotografías y que, simplemente, con esa lógica, pasaran a ilustrar sus reivindicaciones sobre la resistencia de formas de vida distintas a las hegemónicas, su exaltación de la fiesta frente al trabajo, sus elegías de cierta alegría de vivir frente a la naturalización del laborioso productivismo. Podría ser, efectivamente, pero la propia metodología del ministerio fiscal no puede eludir ciertas conexiones, rastrear las fuentes, clasificar, no dejar suelta ninguna coincidencia.

 

No fue difícil averiguar la relación de Joel Meyerowitz con un grupo de gitanos en Málaga, la familia Escalona, a los que había llegado siguiendo los pasos de Paul, el mencionado Hecht, novelista y estudioso de la literatura y el flamenco. La extensa y pormenorizada publicación de Bombas Gens y los libros de Pablo el Americano, pues con ese apelativo conocen a Hecht en la afición flamenca, ayudaron sobremanera en la investigación. Tanto sus memorias, El aire lloró, como la novela El cuentista y su tesis sobre La copla flamenca en la poesía de Antonio Machado y Federico García Lorca dieron fondo a algunas imágenes.

 

Pensemos en esa fotografía tomada en las calles de algún pueblo de los alrededores de Málaga. Ocupa las páginas 22 y 23 del catálogo. En la misma vemos un “paso” de la Semana Santa descansando en el suelo, descansando como solo puede hacerlo una escena de la Piedad. Dos hombres se suben al trono y parecen cuidar las imágenes, arreglarlas mientras un tercero, un muchacho casi de espaldas se fija en el rollo de tela metálica que va a ser portador de las rosas y lirios que engalanaran las figuras procesionantes. La perspectiva con que está tomada la escena disuelve de alguna manera las diferencias entre el trono, el display de la procesión, y el suelo empedrado en el que dos niñas mellizas, vestidas iguales, portan dos muñecas gemelas. Hay algo cotidiano entre esa escena infantil y la del arreglo de las imágenes de la procesión. La conexión de miradas y gestos entre las dos niñas repite con efecto doppelgänger, entre el terror y la parodia, lo que sucede en lo alto del trono. En fuga con la calle una mujer se marcha de espaldas mientras el horizonte lo cierran dos enlutadas que clausuran como un punto negro la coreografía que ordena toda la imagen, su composición.

 

El entendimiento teatral de la realidad que la fotografía refleja es cuasi perfecto. La disolución de diferencias entre el trono y la calle nos convoca para borrar, también, lo que media entre la realidad y la fotografía. Pensamos en el instante capturado, sí, en esa tradición que Meyerowitz recorre bien y que viene de Cartier-Bresson o Robert Frank a los que el propio fotógrafo alude. Pero hay todavía algo más, algo que las fotografías desvelan, transparentan, enseñan. Una especie de envés ritual y coreográfico de lo que pasa, de lo que sucede, del acontecer del tiempo. Fijar ese espacio tiempo y parecer otorgarle un significado tiene la capacidad de conocimiento del ritual mismo. Ya digo, no es solo en esta fotografía concretamente, temáticamente al límite entre lo sagrado y lo profano. En muchas de las clásicas fotografías urbanas de Meyerowitz, en muchas de las escenas de las calles de Nueva York que retrata, en muchos de esas instantáneas, sí, se desvela un rito, un secreto litúrgico, una especie de orden secreto que organiza coreográficamente el mundo. Pienso en las escenas del Bronx o de Manhattan ahí fotografiadas y pienso en ese escrito tardío de Walter Benjamin que define el capitalismo como la religión de nuestro tiempo.

 

¿Las escenas callejeras de Meyerowitz serían entonces una suerte de pasos de “semana santa” del capitalismo contemporáneo? Sí, así parecían verlo nuestros investigadores del ministerio fiscal y ahí encontraban la conexión ritual que decidió a los gitanos a imprimirlas ilustrando sus reivindicativos panfletos. Pero, como escribe Paul Hecht en la introducción a la segunda parte de El cuentista, sería demasiado idílico pensar que en ese encuentro vital entre el fotógrafo y el flamenco se aprendiera así, por las buenas, una herramienta tan certera para desentrañar la realidad. Como subscribe Jen en su epístola, todo es demasiado feliz y alegre, demasiado tópico para ser verdad. El reproche orientalista de Jen al protagonista de la novela, el morisco Chema Benalén, desvela también el juego de espejos teatral con que, desde el flamenco, se describe al realidad. Paul Hecht utiliza de lleno el Juan de Mairena machadiano para adentrarse en el flamenco y la ratificación de ese mirar, sin duda, debió trasmitírsela a Meyerowitz con entusiasmo. Su emblema, el adagio mairenista que dice así, El ojo que tú ves, no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve, parecería tan a propósito para ser recomendado a un fotógrafo. En su novela Hecht hace del poema de Machado una copla perdida de la vieja tradición sefardí. Sí, en efecto, es la fotografía misma la que te ve.

 

La clave estaba ahí, en la capacidad de las imágenes de Meyerowitz de devolver la mirada. No se trata de que algún espectador mire a cámara y rompa así la convención de la cuarta pared. Ya digo, no se trata del instante solamente, no se trata de la instantánea, de la capacidad de robar el momento. Es el orden coreográfico del mundo lo que se revela y permanece. La fotografía devuelve la mirada porque hace las veces de espejo y no solo nos enseña una escena, un momento de otro lugar, más bien nos devuelve nuestra propia realidad, nuestra configuración espacio temporal, nos devuelve a nosotros mismos y nuestras relaciones con el mundo y con las cosas. Si le hacemos caso a Jen, la crítica inquisidora que rompe en dos la novela de Hecht, El cuentista, podríamos pensar que ese instantaneísmo, ese momentísmo, que persigue a fotógrafos como Frank o Meyerowitz tiene que ver con el duende, por ejemplo, con el tópico entendimiento de ese arrebato poético en el mundo del flamenco que es el duende. Un instante dionisíaco en que todo se resuelve, en apenas unos segundos y que deja un resto de melancolía, después, y nostalgia por un momento pasado, sí, por el momento de revelación perdido. Rafael Sánchez Ferlosio resolvió alguna vez que eso que se llama duende o ángel o gracia, en fin, que ese intangible no era otra cosa que el viejo pathos que había servido como herramienta de conocimiento en todas las culturas mediterráneas.

 

Claro que no sirve simplemente intercambiar pathos por duende y dejar así resuelta la ecuación. Pensemos por un momento en otra de las fotografías del catálogo de Meyerowitz. Conocíamos ya la estampa por una imagen en color, la terrible escena del caballo desarbolado y a punto de caer al suelo tras la violenta parada, en seco, del carro del que estaba tirando. La gente mira la violenta escena como si de una procesión se tratara. En blanco y negro la encontramos en las páginas 64 y 65 del catálogo. Recordemos que Meyerowitz solía portar cámaras cargadas en blanco y negro y color y que disparaba, con un margen de segundos, sobre la misma escena con los dos dispositivos de captación. Los dos sayones que tiran del animal convierten la estampa en un momento de la pasión y Cristo es aquí el equino descolgado de su cruz. El patetismo de la escena, el contraste barroco entre su violencia y la expectación de quienes asisten impávidos a la escena es abismal. Nos falta el instante entre el blanco y negro y el color. Sí, esa imagen de paso. Hoy en día, la ráfaga digital, no nos permite ese hueco, pero entonces sí, y ese momento que no tenemos dispara nuestra imaginación. Ese momento que no tenemos podría ser el duende, sí, y se resolvería así el típico tópico. Quiero ir un poco más allá. No sé, pienso en la escena de Nietzsche abrazado al caballo que había sido azotado cruelmente por el cochero, permaneció con el animal en su regazo, llorándole y susurrándole al oído consuelo, hasta que fue detenido por perturbar el orden público.

 

Es el patetismo de esta escena, precisamente, lo que me lleva a reconsiderar la acepción de pathos que Nietzsche reintroduce en la cultura occidental y que, desde luego, alimenta la invención del duende que realiza Federico García Lorca. Los textos de Nietzsche oponiendo la música africana de la habanera de Bizet o de los tangos de Chueca, músicas proto-flamencas al fin y al cabo, a la obra de arte total de Wagner, a su totalitarismo, son importantes. El pathos no está en el sacrificio mismo ni en el momento sacrificial de la tragedia. El hecho de que solo podamos aprehenderlo en su inversión paródica y carnavalesca, por medio del ritual dionisíaco, no debe engañarnos. El pathos no es un momento del “terror” dionisíaco, por más que este se articule como un accesis ritual al que llegar. En ese sentido, el duende o el instante fotográfico serían un equivalente de esta primera acepción.

 

En la triada aristotélica, junto a la ética y a la razón, el pathos, o sea, los sentimientos y afectos, son parte constituyente de la “retórica”, en fin, el sistema de relaciones que mantiene el sentido entre las cosas que en el mundo aparecen. Así, pensemos, sí, que sobre el pathos operan la estética y la poética y que por eso se nos aparecen como herramientas privilegiada de las llamadas artes. Lo que muestran las escenas de calle de Meyerovitz es esa condición relacional entre las cosas, sus razones y comportamientos. No la explican, no la critican, simplemente la exponen en su mismo movimiento. Si hablamos de coreografías es, precisamente, porque la performatividad es condición de su medio. Sí, sería una suerte de decir así, así se mueven las cosas, ese es su movimiento, su baile. La danza de las cosas.

 

Por arriesgada que resulte la comparación que Giorgio Agamben propone en Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalista, entre las operaciones de Duchamp y la reivindicación de la liturgia que hizo su contemporáneo, el teólogo alemán Odo Casel en el Misterio del Culto Cristiano, –¡ay! ¡qué larga referencia!– no deja de ser una lectura provechosa para con nuestras reflexiones. En muchos sentidos, lo que Duchamp propone –desde dejar inacabado el Gran vidrio hasta el ready-made, desde el relicario mimético que son sus obras alrededor del Étant donnés hasta sus desdoblamientos, travestimientos y performances– tiene que ver con el entendimiento litúrgico del pathos, es decir, el centro mismo de lo que el arte muestra, así, simplemente mostrando. Para Casel, el momento en el que por medio de la Eucaristía, el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, no es un pase mágico ni una convocatoria a la prestidigitación de una fe ciega, se trata más bien de un mostrar, enseñar una potencia, hacer performance de lo que puede llegar a ser una cosa. Esa potencia del acto litúrgico es lo que interesa a Agamben, claro, no la convocatoria de un culto, cualquiera que sea, alrededor de ese gesto o de ese misterio. Duchamp representa la seculariza- ción absoluta de ese fundamento que, por otro lado, se constituye en el gesto radical que ha construido las artes visuales en occidente. Pues si la Encarnación cristiana es el mitologema fundamental que ha extendido en el mundo las prácticas miméticas, la hegemonía de la representación figurativa en el arte; la Eucaristía, o

sea, la potencia misma de esa posibilidad, es su fundamento. Eso es lo que muestra el movimiento litúrgico.

 

No se trata, entonces, de producir o reproducir las cosas, mostrarlas, simplemente, es evidenciar su sistema de relación, su performatividad, su movimiento, su pathos.

 

En la segunda parte de la novela de Hecht se relata no ya una vida, una biografía que parecía el destino inicial del argumento, más bien un solo día, lo que sucede en un solo día en la vida de un flamenco. Este giro, excéntrica deuda para con el Ulises de James Joyce, propone, como en los instantes callejeros de Meyerowitz, una explicación litúrgica de la realidad en una sola jornada, sin los condicionantes del peso de la historia, sin teleología. Escritura transparentando la condición biológica del relato, tal y como le suponemos también a las imágenes de Meyerowitz capaces de mostrarnos las condiciones de vida zoológicas que nos construyen. Frente a la teología, ese desplazamiento hacía la liturgia también está en el cante y el baile flamencos, en las otras artes y fiestas que lo circunscriben, desde la Semana Santa hasta los toros, incluso

en el giro etnográfico que hace del flamenco un arte especialmente gitano. El deslumbramiento que provoca esta coincidencia, sí, está en el imaginario de la Málaga que nos ha dejado Meyerowitz. Como en la fotografía del baile –en el catálogo en la página 62– en medio de la multitud, con los dos performers girando frente a frente, así, así gira el parentesco entre algunas imágenes de Meyerowitz y las estampas del flamenco.

 

El informe fiscal acaba con algunas llamadas a notas que no se acabaron de redactar del todo: por ejemplo, al sentimiento apolíneo y no dionisíaco que tienen para Paul Hecht las formas del pathos o la consideración del flamenco como un arte moderno contemporáneo del cine o la fotografía o las pathosformel de Aby Warburg, verdadero entendimiento, también, de esta cualidad de transmisión de las imágenes que no es semiótica, que no se ajusta a equivalentes semánticos en el lenguaje hablado o escrito, más bien funcionan como un afecto, un movimiento de lo sensible. La identificación entre imágenes y poder, entre imaginería y policía, tampoco pasó desapercibida. Se trataba, es verdad, del viejo orden de las imágenes y de su guardia civil. Pero inquietaban más las amenazas al nuevo orden, al status quo del presente. En el informe hay varias anotaciones en rojo. ¿Verdadera aplicación o funcionamiento de las relaciones y los afectos bajo el capitalismo? –el alemán es difícil de traducir con precisión– aparece escrito en los márgenes y en rojo, indicando una señal de alerta.

 

Quizás, lo que el ministerio fiscal encontró como una amenaza en estos bellos pasquines no pasaba por las denuncias ni las reivindicaciones que los papeles contenían. Los agravios y condiciones de vida que hacía explícitos eran legítimos y no dejaban de constituir un modus operandi clásico en cualquier antagonismo político, más aún viniendo de una clase subalterna como la que constituían los gitanos ocupantes de la Casa Wittgenstein. Pero, ser capaz de mostrar así, de forma tan transparente, los sistemas de relación de cualquier grupo social, no solo de las sociedades capitalistas en que habitamos, ser capaz de mostrar el sistema de afectos de cualquier comunidad de vivientes, sí, eso ya constituía un material más peligroso. Por eso, que- rido lector, sería intervenido y secuestrado el panfleto que su ojo está recorriendo, que usted tiene entre las

manos y que termina, precisamente, con esta misma palabra.