La part maudite
10 de marzo de 1940. Objetos de arte abandonados por el ejército republicano en Castellón, rescatados por el Servicio de Recuperación Artística. Archivo del Instituto del Patrimonio Histórico Español. Fotografía atribuida a Vidal Ventosa.
23 de enero de 1949. La parte maldita, I. La destrucción. Georges Bataille [1]. Ensayo de Economía General. Éditions de Minuit. Colección «El uso de las riquezas». Precedido de «La noción del gasto». París. Reseña en Action de Claude Rou [2].
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La riqueza artística de nuestro país quedaba dividida, acaso a partes iguales. Los republicanos tenían las concentraciones de museos de Madrid y Barcelona, con Valencia, con la gran densidad monumental de Cataluña, con las preciosas pequeñas ciudades de Andalucía, los monasterios y castillos de Extremadura, la amena variedad en el tipismo de comarcas como la Alcarria y la Mancha. Tenían la imperial ciudad de Toledo, la más rica en arte.
Se trata de una división social que es restituida por el gasto. No hay un reparto del poder sin que éste sea sometido a las leyes de economía general que exigen la destrucción del excedente. Sin esa perspectiva de destrucción y ruina no habría acumulación, lujo, construcciones monumentales inútiles, arquitectura religiosa, riqueza de abalorios y enseres, frenesí decorativo, etc. Nuestras ciudades no son menos útiles por todo aquello que el conglomerado humano ayuda a despilfarrar.
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Primero, detener la acción destructora revolucionaria, dirigida principalmente contra la Iglesia. Segundo, recoger y preservar los bienes culturales abandonados por sus propietarios o en situación de peligro, así como los que pudieran ser incautados como represalia contra los «enemigos de la República».
Y sobre todo, conduce a los hombres y a sus obras a unas destrucciones catastróficas. Pues si no tenemos el valor de destruir nosotros mismos el exceso de energía, no puede ser ésta utilizada y por lo mismo, tal como un animal salvaje al que no se pueda domesticar, es ella la que nos destruye, somos nosotros mismos quienes hacemos los gastos de la explosión inevitable.
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Sólo se podía ir adelante, únicamente se pensaba en conquistar tierra hasta alcanzar los confines de la patria y había que poner el mayor cuidado en los bienes que se tomaban al enemigo, pues éstos no eran botín de guerra para el pillaje, sino el patrimonio de España que había que reintegrar tras los daños sufridos y las vicisitudes corridas. Aquí es donde se diferencian radicalmente los servicios montados a uno y otro lado para la protección de las obras artísticas. Los de allá correspondían a una moral de retirada. Si nuestro designio era el de recuperación, ellos se aplicaron a la evacuación. Ésta es una prueba concluyente de que, desde muy pronto, se generalizó en el bando republicano una conciencia de derrota, acaso subconsciente en muchos casos, y por supuesto, en contradicción con la propaganda dirigida al interior y al exterior de España.
Estos excesos de fuerza viva, que congestionan localmente las economías más miserables, son, efectivamente, los más peligrosos factores de ruina. Por eso, la descongestión ha sido siempre en todo tiempo, pero en lo más recóndito de la consciencia, objeto de una investigación febril. Las sociedades antiguas la encontraron en las fiestas; algunas edificaron monumentos admirables, que no tenían ninguna utilidad; nosotros empleamos el excedente multiplicando unos servicios que allanen la vida. Y estamos inclinados a reabsorber una parte de ellos en un aumento de horas de ocio. Pero estos derivativos han sido siempre insuficientes: su existencia en excedente, a pesar de ello (en ciertos puntos) ha llevado, en todo tiempo, multitud de seres humanos y grandes cantidades de bienes útiles a la destrucción de las guerras. En nuestros días, la importancla relativa de los conflictos armados se ha acrecentado: ha tomado las proporciones desastrosas que ya se conocen.
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Se reflejan en este libro de actas una serie de hechos ocurridos en una comarca próspera y pacífica que es extraordinaria, sin embargo, la sinceridad y la libertad que expresan estas páginas, que son el grito de dolor de personas entusiastas de la riqueza artística de su tierra que se ven obligados a presenciar su estúpida destrucción. Hay que tener en cuenta, además, que no creían los miembros de la Junta al escribir con tanta espontaneidad que su obra pudiera caer en poder de los facciosos. Los agentes de recuperación del tesoro artístico nacional, especialistas que acompañaban en sus avances al ejército de Franco, lo encontraron en su entrada triunfal en Castellón en el mes de junio de 1938. Se reflejan en este libro de actas una serie de hechos ocurridos en una comarca próspera y pacífica que estuvo hasta hace muy pocos meses apartada por completo del estruendo de la guerra. Era un país rico en arte, con una ciudad episcopal, Segorbe, de catedral famosa por sus tesoros, y una de las villas más monumentales de Levante: Morella. La Junta se ve en la obligación de consignar en casi todas sus actas la noticia de devastaciones y saqueos. Así en el acta 2.a, 9 de junio de 1937, los vocales Adsuara (escultor), Porcar (pintor) y Sánchez Gozalbo (arqueólogo) dan cuenta de un viaje a Segorbe en que pudieron apreciar la destrucción de esculturas admirables de Esteve Bonet, el gran escultor barroco, y de Juan Muñoz, discípulo de Gregorio Hernández, y de infinidad de lienzos de valor. Esta misma acta se llena casi toda de lamentaciones por el derribo de la iglesia arciprestal de Castellón, que era el único monumento nacional de la ciudad, y que con su elegantísima arquitectura gótica del siglo xiv daba carácter a aquel conjunto urbano. En esta ocasión el derribo fue efectuado no por turbas irresponsables, sino por un acuerdo municipal tomado fríamente y que fue imposible de desvirtuar a pesar de las gestiones que se hicieron para ello. Las turbas destruyeron, es cierto, en agosto de mil novecientos treinta y seis la espléndida Virgen trecentista de la portada de Caballeros y los archivos de la iglesia y de la abadía, en el cual se conservaba la partida de nacimiento del pintor Ribalta, «ambos quemados en la plaza del pintor Carbó a pleno sol, un día del mes de agosto de 1936». En el acta 3.ª se da cuenta del derribo del convento de Santa Clara, y en la 4.a se examinó la lamentable desaparición de otro monumento de la ciudad, la iglesia de la Sangre.
Esta verdad es paradójica, hasta el punto de ser exactamente contraria a la que aparece ordinariamente. Este carácter paradójico está subrayado por el hecho de que, en el punto culminante de la exuberancia, el sentido queda velado de todas formas. En las condiciones actuales, todo concurre para obnubilar el movimiento fundamental que tiende a volver la riqueza a su función, a la donación, al gasto sin contrapartida. Por una parte, la guerra mecanizada, procediendo a sus estragos, caracteriza este movimiento como extraño y hostil a la voluntad humana. Por otra parte, la elevación del nivel de vida no está de ningún modo representado como una exigencia de lujo. El movimiento que la reivindica es, incluso, una protesta contra el lujo de las grandes fortunas: de esta manera esta reivindicación está hecha en nombre de la justicia. Naturalmente, sin tener nada en contra de la justicia es permitido hacer observar que aquí la palabra disimula la profunda verdad de su contrario, que es, exactamente, la libertad. Bajo la máscara de la justicia, es cierto que la libertad general reviste la apariencia empañada y neutra de la existencia sometida a las necesidades: es más bien una reducción de sus límites en lo más justo, no es el desencadenamiento peligroso, cuya palabra ha perdido el sentido. Es una garantía contra el riesgo de servidumbre, no una voluntad de asumir los riesgos, sin los cuales no hay libertad. La impresión de una maldición va unida a esta doble alteración del movimiento que exige de nosotros el consumo de las riquezas. Rechazo de la guerra bajo la monstruosa forma que reviste, rechazo de la dilapidación lujosa, cuya forma tradicional significa, ahora, la injusticia. En el momento en que el aumento de las riquezas es el mayor que jamás haya existido, acaba de tomar a nuestros ojos el sentido que tuvo siempre, en cierto modo, de parte maldita.