LA CHECA DE VALLMAJOR

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PUBLICACIONES

“DOCUMENTAL” EN EL SUPLEMENTO CULTURAS DE LA VANGUARDIA

DEL CABARET A LA PRISIÓN

Del Cabaret a la prisión

Marisa Vergara

Madrid, febrero – junio de 1922

 

Ocupado en desempolvar olvidados manuscritos medievales franceses conservados en España, un joven y piadoso Georges Bataille descubre en Madrid, durante los primeros meses de 1922, un particular método personal para soñar despierto. Aislado en “les plus humbles circonstances”, ignorando las prácticas similares que realizan en París Breton y sus amigos, atareado en perfeccionar su método científico, o soñando consciente, empiezan a acecharle oscuros presentimientos. Cuenta en las cartas que escribe a su prima en esos días aciagos: “comienzo a presentir una España plena de violencia y suntuosidad” [1], un presentimiento tan fuerte y sorprendente que, por el contrario, lo ayudaría a mantenerse bien despierto.

 

De esa España violenta, suntuosamente violenta, Bataille tendrá en esos años tempranos más de una revelación definitiva. Impresiones brutales, ásperas inquietudes, exaltaciones extrañas como las que le provoca la visión imponente de la masa arquitectónica del Escorial recortada “en su medio caótico pero de horizonte infinito”, esa “tumba considerable” cuyas campanas jadean “bajo un sol brillante como un ostensorio de estilo barroco” con voces capaces de hacer que “toda cosa adquiera el carácter acusado de una tenaza de la inquisición”. [2]

 

Tan brutal es la visión, y de tal violencia, que Bataille siente que cada cosa, cada elemento de ese paisaje atenacea su cuerpo a través de la mirada. Para el devoto católico, ferviente lector de los místicos que era el Bataille de esos años, esta vivencia tendría una resonancia de consecuencias inesperadas. Si bien caía en un terreno previamente abonado. Conocemos la debilidad que sentía Bataille en esa época por la arquitectura y, sobre todo, por la “simple y clerical grandeza” de los edificios religiosos. De hecho, las cartas escritas durante su primera visita a España demuestran que las cosas que más profunda impresión le habían causado eran, precisamente, el Escorial, la Alhambra y los monumentos eclesiásticos. Antes de que la danza se le apareciera como “espasmo de muerte sofocado”, mímica de placer angustiado que exaspera el desafío de tocar lo imposible, y el cante fuera “ese gemido excesivo, desgarrado, prolongado a lo inimaginable”, antes incluso que las corridas y la muerte trágica del torero Granero presenciada en la arena de Madrid, estaba la arquitectura, esa chusma de “los grandes monumentos que se elevan como diques, oponiendo la lógica de la majestad y de la autoridad a todos los elementos turbios”. [3] Eran las catedrales y los palacios los que atraían a Bataille como premonición de esa cultura de la angustia que singulariza al pueblo español. A ellas dedicó Bataille parte de su estancia en España, por ejemplo, a estudiar, junto a Elie Lambert, las etapas constructivas de la catedral de Toledo, trabajo que Lambert plasmará en 1925 en su libro Toledo, publicado, justamente, en la misma editorial que La Catedral de Reims, un crime allemad, de Maurice Landrieux Pero éstas no serían sólo algunas coincidencias.

 

 

 

Reims, Agosto de 1914 – noviembre de 1915

Por brutal que fuera la impresión provocada por la visión de El Escorial, no debió serlo menos que aquella de 1914, cuando Nôtre-Dame de Reims fue incendiada y destruida por los alemanes, que inspiró el primer escrito publicado por G. Bataille.

 

En aquel paisaje de campos de fuego y ceniza en los que la catedral “yacía como un cadáver”, envuelta en una sombra de muerte, Bataille, sin embargo, veía en su imagen profanada la más alta y maravillosa consolación de Dios. El “esplendor luminoso” de Nôtre-Dame de Reims era “demasiado sublime, demasiado elevado para dejar sitio a la suciedad de la muerte”, su ruina no es más que “un grito de resurrección”. Y la Auvergne, la región natal de Bataille, es el lugar de esa esperanza, del renacimiento cristiano y de restauración de la paz. El texto publicado en 1918 [4], que silencia una terrible historia personal, el abandono de su padre enfermo y su muerte en Reims durante la ocupación, es, por su parte, un inflamado alegato de paz, por la recuperación de los valores religiosos que restauren la herida infame provocada por los bárbaros infieles.

 

No podría ser más diferente la contemplación de este paisaje, descrito recurrentemente con calificativos como bondad, blancura, juventud, con la catedral transformada en metáfora del cuerpo maternal, de las sensaciones que Bataille experimenta en aquel “caótico medio” en que se alza el Escorial, donde todas las cosas parecen tenazas. Hay en el paisaje español algo completamente diferente y nuevo. Quizá fuera el aire, cargado de aquel perfume ácido de las lavandas, fuertemente especiado, como intenta explicar Bataille, o tal vez fueran las crestas, abruptamente recortadas y lanzadas al cielo. Lo cierto es que Bataille insiste: “todo el cuerpo reacciona sin cesar, tan violentamente como contraído por las pinzas de una verdadera tenaza. Sueño con pasar mi vida en semejantes contracciones renovadas al infinito”.

 

Años más tarde, cuando ya Bataille ha reconstruido una versión muy diferente de aquella primera visita a España, en la que se han fundido los tópicos que atraían a los vanguardistas europeos hacia las “cosas españolas”, las corridas, el flamenco, la danza y el cante, con sus propias obsesiones personales, el éxtasis y la muerte, al hacer un intento por definir “le sens de l’Espagne pour nous” para el único número de Actualité titulado “L’Espagne Libre”, recordará: “Comencé a comprender entonces que el malestar es a menudo el secreto de los placeres más grandes”. Tras unos meses de estancia en España, dirá entonces, “pude reconocer que estaba en otro mundo moral”. [5] Aunque lo cierto es que no fueron más que unos meses, tal vez aquellos oscuros presentimientos habían comenzado a hacerse realidad. Presagios, los llamará después. Presagios.

 

 

 

Munich, 1912

La meta principal de los libros que escribía Wassily Kandinsky, anotando pensamientos sueltos durante años, casi sin darse cuenta, era, según confiesa su autor, “fomentar la capacidad bienhechora en los hombres”. [6] Y sin embargo, ya en 1913, cuando escribe Rückblicke, se queja de que “ambos libros (se refiere a De lo espiritual en el arte y a Der blaue Reiter), han sido –y siguen siendo- interpretados erróneamente. Se les toma en un sentido ‘programático’ y se acusa a su autor de ser ‘un artista teorizador que se ha adentrado y perdido por caminos intelectuales’”. ¿Tendría Kandinsky algún presentimiento de hasta dónde llegarían los usos programáticos de sus teorías?

 

Permítanme suponerlo. Pese a su protesta, lo cierto es que entre sus preocupaciones fundamentales está la producción, o mejor aún, el control sobre los “inevitables efectos” generados por las formas artísticas. “El ser humano está constantemente expuesto a esas irradiaciones psicológicas”, afirma Kandinsky y añade: “renunciar a esta posibilidad de provocar vibraciones significaría reducir el arsenal de los medios de expresión”. [7] Fijémonos bien en las palabras que utiliza Kandinsky para calificar los medios expresivos del artista, son el arsenal irrenunciable con que éste cuenta para llevar a cabo su misión. Pero ¿porqué tendría que armarse el artista moderno, contra qué tendría que empuñar sus armas o en defensa de qué?

 

También para Picasso la pintura era “un arma de ofensa o de defensa” y no un simple medio para decorar las casas, como afirmó en una entrevista en 1945. La pintura entraba así de pleno, junto con el siglo, en el campo de la agresión, y pasaría su “prueba de fuego”, como la llamó Derain, disparando colores como “cartuchos de dinamita”. [8] Quizá por eso Kandinsky se afanó en perfilar una teoría lo más detallada y científica posible sobre los medios pictóricos esenciales, indispensables, del arte concreto, como prefiere llamarlo, para uso de los artistas. Resultado de sus esfuerzos pedagógicos son, además de sus propias pinturas, varios libros publicados, altamente instructivos, en los que Kandinsky logra reducir la complejidad de estos fenómenos y exponer con rigor científico los fundamentos teóricos de esas “misteriosas realidades” que algunos necios aun insisten en descartar como si se tratara de “moscas molestas”. Estos efectos, explica Kandisnky, aunque parecen caóticos, constan de tres elementos: “el efecto cromático del objeto, el efecto de su forma, y el efecto del objeto mismo, independiente de la forma y el color. La elección del objeto, por lo tanto, debe basarse únicamente en el principio del contacto adecuado con el alma humana”. [9]

 

Kandinsky estaba plenamente convencido de que había un camino para obtener esos “efectos” y que un medio privilegiado, indispensable para su mayor rendimiento era el de las formas abstractas. Por ello recomienda: “Mientras más utiliza el artista las formas casi-abstractas o abstractas, más se familiariza con ellas y más se adentra en su terreno. Lo mismo le sucede, guiado por el artista, al espectador, quien va reuniendo conocimientos del lenguaje abstracto y acaba por dominarlo”. Ahora bien, si a pesar de seguir estos consejos el grado de “contacto” obtenido no llegaba a ser el adecuado, o no era el suficiente, no había porqué desesperar, pues se debe tener en cuenta otros factores: “Cuando una forma resulta indiferente y no “dice nada”, no hay que tomarlo al pie de la letra. No existe ninguna forma ni nada en este mundo que ‘no diga nada’. Sus palabras no llegan a menudo a nuestra alma, sobre todo cuando lo dicho es en sí indiferente, o con mayor exactitud, cuando surge en un lugar inadecuado”. [10] Pues bien, si se trata de obtener los mejores efectos a través del uso correcto de las potencialidades del color y la forma, no menos importante resulta entonces encontrar el lugar adecuado para ello. Habría quienes, siguiendo al pie de la letra muchos de los consejos vertidos por Kandinsky, llegarían muy lejos en esta búsqueda del “lugar adecuado” para obtener los efectos “de contacto” deseados. Tal vez mucho más lejos de lo que Kandinsky pudo siquiera imaginar.

 

¿Acaso no resulta inquietante la extraña similitud que presenta esa fotografía de las “mazmorras alucinantes” de la cheka de Vallmajor, sobre todo la coloreada que ilustra la portada del libro dedicado al consejo de guerra de Laurencic, supuesto artífice del “macabro experimento”, con alguna de las “improvisaciones” que pintaba Kandinsky o con los diagramas publicados en Punto y línea sobre el plano? Y más aún, ¿no estaba allí el arte moderno llegando programáticamente hasta las consecuencias últimas, las más extremas de todas cuantas pudiera aspirar?

 

 

 

1919

 

Extraños caminos, pues, los que Kandinsky había elegido para aquel objetivo que se había propuesto de fomentar la capacidad bienhechora de los hombres. Extraños los derroteros que unían al arte concreto con una meta tan ambiciosa, no menos que el papel reservado al artista moderno en estos elevados propósitos: “En general el color es un medio para ejercer una influencia directa sobre el alma. El color es la tecla. El ojo el macillo. El alma es el piano con muchas cuerdas. El artista es la mano que, por esta o aquella tecla, hace vibrar adecuadamente el alma humana”. [11]

 

Revestido de heroísmo y mística espiritual el artista asume su papel en el futuro trascendental que le estaba destinado. Y la abstracción reclama, certera, el dominio absoluto del mundo moderno que acabará conquistando. Conocemos la influencia que ejercerían en la gestación de la abstracción y del arte concreto las corrientes espiritualistas y teosóficas, los saberes oscurantistas derivados del ocultismo irracional imbricados en la Naturphilosophie de finales del siglo XIX, y la paralela importancia de ésta en la gestación de las ideas políticas totalitarias. Autores como Max Nordau, Morel, Magnan o Galton, con sus elaboraciones científicas en torno a la degeneración y el crimen que amenazaban con contaminar la humanidad entera y que, por tanto, requerían su inmediata extirpación, modelaron a través de sus obras toda una visión de la decadencia cultural occidental que sería determinante en el arte de principios de siglo y en la propia morfogénesis de las vanguardias. El concepto de Entartug no tendría solo aplicación biológica sino también cultural, y finalmente acabaría dando lugar al Malverbot, la prohibición de pintar aplicada al artista considerado “degenerado” por el nazismo.

 

En la confluencia de física, psicología y fisiología resuena aún la antigua querella de Goethe contra Newton, reivindicando el privilegio del ojo y de la impresión sensible sobre la concepción positivista; la luz de la Farbenlehere, de la que los colores son “expresión y sufrimiento”, nutrirá todo el experimentalismo vanguardista de la Bauhaus, desde el percepcionismo mecánico de Klee o Moholy-Nagy al misticismo de Johannes Itten y el psicologismo de Josep Albers. Los colores fisiológicos de Goethe y su acción “sensible-moral” serán la base de las teorías espirituales de Kandinsky. Pero el interés de Kandinsky por las “ciencias del espíritu” irá siempre ligado a lo fenomenológico, y sobre todo, a sus efectos fisiológicos. Veamos: “Como el alma generalmente está estrechamente unida al cuerpo, es posible que una conmoción psíquica provoque otra correspondiente por asociación. […] El rojo cálido es excitante hasta el punto de que puede ser doloroso, quizá por su parecido con la sangre. El color en este caso recuerda otro agente físico, que inevitablemente, tiene un efecto penoso sobre el alma”. [12] No es extraño, entonces, que acabara preguntándose: “¿Es espíritu todo lo que la mano no puede tocar? Basta con que no se tracen fronteras muy estrictas”. [13]

 

 

 

1791

 

La irresistible atracción que tienen las cárceles modernas por los antiguos conventos y monasterios les viene de lejos. El juego de sustitución espacial que convirtió innumerables conventos y edificios religiosos en cárceles, prisiones y centros de reclusión data del XVII, cuando se empiezan a perfeccionar las técnicas de espacialización de las instituciones para asegurar su difusión homogénea sobre el territorio. La estrategia impulsada por las administraciones durante el siglo XVIII, siguiendo un programa de radical redistribución de los espacios carcelarios, se basó en la sustitución y transformación de los castillos y, sobre todo, de los conventos y monasterios. Pero no caigamos en la ingenuidad de creer que se trató solo de reutilizar, bajo imperativos estrictamente económicos, una estructura y una disposición celular que ya venía dada, lista para su cometido. Se trata, antes bien, de una cuestión de asimilación. La celda, como espacio disciplinario, tiene su origen en la experiencia conventual. Es en la celda donde el monje se mide con su propia voluntad y construye su propia disciplina contra el demonio que mina la serenidad de su vida. Ignacio de Loyola, en los Ejercicios espirituales, prescribe cómo se debe regular la experiencia espiritual a través de un régimen definido por condiciones ambientales particulares. Retiro, clausura en una celda en determinadas condiciones de luz, posición corporal y organización del tiempo. La reclusión es una prueba de disciplina; si se vence, la celda se convierte en un espacio de vida, si se sucumbe, es un espacio de muerte, invadido por los fantasmas de la angustia y la desesperación. El lugar de la redención es siempre un lugar cerrado, una estancia en la que el sujeto se refleja en el silencio de su propia vida interior. La reclusión representa en la moral católica ese estado de muerte suspendida, simbólica, metafísica. Una simulación de la muerte, un sepulcro en el que se encuentra la verdad del espíritu y puede llevar a la resurrección luminosa, o bien, transformarse en una lúgubre tumba. Por eso, el día en que se inauguraron las nuevas cárceles de Versalles, el abate Petigny dijo a los prisioneros: “Yo no veo en vuestra celda otra cosa que un horrible sepulcro, en el cual en lugar de los gusanos, los remordimientos y la desesperación avanzan para rodearos y hacer de vuestra existencia un infierno anticipado. Pero…esto que para un prisionero carente de religión no es más que una tumba, un osario repelente, se convierte para el recluso sinceramente cristiano en la cuna misma de una bienaventurada inmortalidad”. La celda como tumba o lugar de redención, como infierno o paraíso: la prisión como suplicio que conduce a una muerte horrorosa o como perfecta imitación de Cristo. De ahí que S. Carlo Borromeo en sus Instructionum fabricae et supellectilis ecclesasticae de 1577 recomendara a los monasterios construir un locus secessionis, una cárcel fortaleza, en un lugar apartado, apenas iluminada por pequeñas ventanas cuadradas, en la cual los monjes pudieran expiar sus culpas. La cuestión de la iluminación de la domus remota es tan importante como el aislamiento absoluto. Por ese motivo, la prisión llamada vade in pacem, que suponía la reclusión perpetua en una celda subterránea, totalmente oscura, se reservaba sólo para los considerados incorregibles, a los que solía acoger hasta su muerte. Esta particular gradación de la luz, que refleja en claroscuro la gravedad de la culpa, acelerando las tinieblas, hacen de la celda un espejo del mundo moral. La oscuridad como instrumento punitivo es propia del Ancien Régime y basa su eficacia  en la mortificación total del cuerpo. La celda de la Inquisición es oscura y, a menudo, excavada en el suelo, subterránea. Es secreta por definición, como el procedimiento y el ritual que rodea al condenado. Lo que allí sucede no se ve, pero está dominado por una mirada absoluta, inevitable. “Cave, cave, Dominus videt”, según la leyenda estampada en la cornea del ojo que, en perfecta coincidencia con el globo terrestre, aparece rodeado por los episodios cotidianos que representan Los siete pecados capitales en el cuadro del Bosco. Prisioneros en los teatros periféricos de la perversión, los hombres se encuentran perdidos en el infierno de sus pecados y sus culpas, dominados bajo el poder totalizante de la mirada divina. En ese teatro circular la imagen del mundo coincide exactamente con la mirada de Dios, que lo abarca todo de un solo golpe de ojo.

 

La jerarquía autoritaria de la mirada organiza también el espacio de la cárcel como teatro de expiación y al mismo tiempo de representación de la punición, juego asimétrico basado en la superioridad y omnipresencia de la mirada vigilante y el sometimiento de la mirada del prisionero, fijada en su trabajo o encerrada en su celda. De la representación del Bosco al modelo laico del panóptico de Bentham, el principio de vigilancia visual se encarna en la prisión, que otorga a la mirada una importancia fundamental. De la total oscuridad del calabozo medieval a la luz cegadora de algunas cárceles modernas, todo parece reducirse al ojo, al poder del ojo y su acción sobre la conciencia. En las chekas, potentes focos de luz colocados a escasa distancia de los ojos tenían la misión de cegar al prisionero. Sabemos que el hombre civilizado se caracteriza por la agudeza de horrores muchas veces inexplicables, dijo Bataille en 1929. Incluso el ojo, agregó, ocupa un lugar muy elevado en el horror, siendo entre otros, el ojo de la conciencia. Ese ojo, representado en un grabado de Grandville, que persigue al criminal hasta el fondo de los mares para devorarlo, es asimilado por Bataille al ojo de la policía, que “es también el ojo de la justicia humana”, y en el fondo “no es más que una expresión de ciega sed de sangre”. En el grabado que Bataille publicó junto a su artículo dedicado al ojo en Documents [1], innumerables ojos se multiplican sobre las olas: “¿serían los mil ojos de la multitud atraída por el espectáculo cercano del suplicio?” Atraídos como una nube de moscas por algo repugnante, ejemplifican esos ojos “convertidos en eréctiles a fuerza de horror”. Ojos que son tanto ocasión de un sacrificio, como el practicado por Buñuel y Dalí en Un perro andaluz, o instrumento para un maleficio. Giacometti le dio forma sólida a esa mirada “amenazante”, capaz de convertirse en una punta dirigida con violencia hacia el ojo, Point á l’oeil, o en un arma arrojada contra el objeto mirado. Castigo y expiación, puerta de las malas influencias, punto vulnerable. Algo de esto sabían los artistas que decoraron los muros de las celdas con figuras abstractas.

 

 

 

Alejandría, 1839

 

Un testimonio fehaciente de esa vocación irresistible de los conventos para transformarse en cárceles modernas lo brinda la prisión central de Alejandría, que debía construirse en el antiguo convento de San Bernardino, junto a los bastiones de Porta Marengo. El ganador del concurso convocado en 1839 fue el arquitecto francés Henri Labrouste, cuyo proyecto se adaptó rigurosamente a un programa que predeterminaba de antemano todos los elementos y detalles técnicos del edificio e incluso la propia tipología. El proyecto para albergar 500 reclusos debía combinar los nuevos sistemas carcelarios americanos: el sistema Auburn, de segregación nocturna y trabajo conjunto durante el día, en el más absoluto silencio, y el sistema Filadelfia, de segregación permanente y aislamiento total. El proyecto de H. Labrouste, elaborado con el asesoramiento de Charles Lucas, uno de los mayores especialistas en las modernas ciencias penitenciarias, “supo traducir en piedra la inteligencia de la disciplina”, como observó su colaborador, y demostró además que el nuevo profesional sólo podía actuar en el marco específico de las nuevas técnicas disciplinarias, y sólo en respuesta a unos requerimientos determinados podía llegar a construir objetos arquitectónicos eficientes. Puso también en evidencia el desplazamiento que comenzaba a producirse en la profesión, mostrando cómo el antiguo saber de naturaleza lingüística -calificación tradicional de los arquitectos- iba siendo sustituido por un ideal tecnológico, con unas referencias ya no formales sino basadas en la efectividad, la productividad y en un conjunto de variables de naturaleza sociológica o cuantitativa. El nuevo ideal tecnicista promueve una arquitectura que produce máquinas activas, máquinas de producir, de curar, de matar, de educar, siempre en masa y con la mayor economía.

 

 

 

Londres, 1842

 

El debate desarrollado durante el siglo XIX sobre modelos carcelarios acabaría saldándose a favor del sistema de Filadelfia y, en 1842, cuando se inauguró en Londres la Prisión Modelo de Pentonville, en medio de una expectación pública digna de una Exposición Universal, con la asistencia de altos representantes de todos los gobiernos, el sistema de reclusión permanente y aislamiento total había alcanzado su mayor grado perfeccionamiento. [14] Los ingenios técnicos y científicos allí desplegados, destinados a la transmutación de la mente del recluso, se aplicaron de manera obsesiva al diseño de la celda, construida como un microscosmos completamente ciego, en el que todo contacto con el mundo exterior ha sido eliminado. El sistema de ventilación mecánico y las cañerías de agua y luz se han aislado para impedir el contacto sonoro por la percusión, las altas ventanas con gruesos barrotes y vidrios opacos sólo permiten pasar una luz indiferenciada. Un interior absolutamente insonorizado, con una puerta provista de una mirilla con lente unidireccional para la vigilancia y un nicho por el cual entraba el alimento transportado por un complejo sistema mecánico ultramoderno se completaban con un mobiliario fijo mínimo y las terminales de unos conductos como únicos vínculos que llegaban de un mundo externo completamente obliterado. El espacio de la celda es una máquina eficaz que dosifica las funciones vitales. Existenzminimun, como querían los arquitectos modernos.

 

La presencia obsesiva de los muros era el auténtico castigo en la Prisión Modelo. “Las únicas operaciones de corrección son la propia conciencia del condenado y la muda arquitectura que lo rodea”, señalan los visitantes como Alexis de Tocqueville o Abel Blouet, quienes comentan los efectos nefastos del experimento modelo sobre el ánimo del prisionero, asolado por “una terrible infelicidad” provocada por un castigo “intelectual” que infunde en su alma “un terror más profundo que las cadenas y los golpes”. “Los muros son el castigo del crimen, dice Blouet, los muros son terribles”. Y sin embargo, esos muros mudos podían convertirse en otra suerte de infierno, esta vez parlante, quizá mucho más temible. Habrá quienes, por ejemplo, lleven el arte de reducir el espacio a sus máximas consecuencias, modelando esa capacidad de reducción infinita que lo caracteriza: de celda a armario a tumba a urna. Pero el límite último de esta cadena de contracciones que no se detiene en el nicho, ni en el ataúd, no puede ser otro que el del propio cuerpo, el lugar exacto en el que la piel coincide con su bulto. De esta despiadada contracción, todos sus estados sucesivos parecen haber sido recorridos en el experimento realizado en las chekas de Barcelona, desde las celdas-armarios de 40 por 50 centímetros a los “ataúdes pintados para cuerpos vivos”, que tanto temía El Lissitzky [2].

 

 

 

Barcelona, 1938

 

En el Preventorio D, más conocido como la cheka de Vallmajor, la luz de las celdas es verde. En las ventanas se han colocado vidrios verdes, llamados de “Catedral”, pues según Laurencic, el verde es un color triste, lúgubre, “como un día de lluvia”, que predispone a la melancolía y a la tristeza.

 

Para Kandinsky, en cambio, el verde era un color más bien insulso, como “una vaca gorda y sana que mira el mundo con ojos adormilados y bobos”. “El verde absoluto es el color más tranquilo que existe: no se mueve en ninguna dirección, no tiene ningún matiz, ya sea de alegría, tristeza o pasión”. “El verde irradia aburrimiento”, afirma Kandinsky, conocedor de los efectos psicológicos del color, “es, en el campo de los colores, lo que en el social es la burguesía, un elemento inmóvil, satisfecho y limitado en todos los sentidos”. Curioso paralelismo, o podríamos decir, vocación política que de pronto asalta también a los colores, quizá por eso en las celdas pensadas para recluir a los burgueses, todo acaba tiñéndose de verde. En otras, en cambio, reservadas para los casos más agudos, para provocar otra clase de tormentos espirituales, se ha preferido el alquitrán negro. Porque, como bien decía Kandinsky, “el negro suena interiormente como la nada sin posibilidades, como la nada muerta después de apagarse el sol, como un silencio eterno sin futuro y sin esperanza. Musicalmente es una pausa completa y definitiva detrás de la que comienza otro mundo, porque lo que esta pausa cierra está terminado y realizado para siempre: el círculo está cerrado. El negro es algo apagado como una hoguera quemada; algo inmóvil como un cadáver, insensible a los acontecimientos e indiferente. Es como el silencio de los cuerpos tras la muerte, el final de la vida.” Recordemos que los cuadros de Kandinsky, llevando al extremo estas analogías musicales, acabarán adquiriendo el nombre de Improvisaciones. Pero improvisar, lo que se dice improvisar, de golpe y casi al azar, no parece ser precisamente su mecanismo. Quizá lo fuera sí el modo en que estas obras se revelan, de manera espontánea, inmediata, aunque nunca casual, ante el espectador desprevenido. Porque, como ya lo había sentenciado Waldemar George en 1922, la actualidad requería “un arte de precisión”.

 

Años más tarde, Giorgio De Chirico, en sus Memorie della mia vita, señalaría a Munich como la cuna de las dos mayores desgracias del siglo: el nazismo y el arte moderno. No hacía más que resumir lo que ya había comentado en Vox clamans in deserto, en unos esclarecedores fragmentos: “Algunos, por desesperación, se tiran de cabeza en la ciénaga del así llamado arte espiritual. Para ellos el espíritu, o propiamente, lo que quisieran creer que es el espíritu en arte, no constituye un descubrimiento, y menos aún una conquista, sino una gran renuncia… y todas sus teorías y sus discursos tienen un sabor amargo”. [15]

 

En esa misma ciudad, no por azar llamada “la nueva Atenas”, en 1906, De Chirico había tenido un fuerte presentimiento al contemplar las obras de Böcklin y Klinger. Presagios de lo que sería poco después la pintura metafísica que por medio de sus “valores plásticos” iba a intentar redimir ese  extravío, o a profundizar en él, vaya a saberse, retomando la senda clásica del bel mestiere. Ante tales ejemplos, De Chirico decide tomar el camino exactamente inverso al de otros artistas modernos. También en Munich, por ejemplo, Marcel Duchamp decidió abandonar definitivamente la pintura, en 1912, el mismo año en que Kandinsky publicaba De lo Espiritual en el Arte. De Chirico, en cambio, en contra de aquellos que, renunciando a la pintura, se habían lanzado a la ciénaga del arte llamado espiritual, para hundirse en la amargura, se empeñaría en recuperarla y devolverla a su más pura y antigua tradición. La cuna de las desgracias de la humanidad, ese punto geográfico de encuentro y cruce de tradiciones, ese lugar barrido por el “viento del este” de pronto brilló con claridad latina. Allí donde la vanguardia pudo soñar conquistar el mundo y verse conquistada por sus sueños más remotos.

 

 

 

Vitebsk, 1920

 

Así lo había soñado también Malevich. Cuando con motivo de las festividades de octubre, en 1920, las pinturas suprematistas de Malevich y los Unovis invadieron la ciudad rusa de Vitebsk, las fachadas de las casas se convirtieron en gigantescos lienzos supremáticos exhibiendo cuadrados, círculos y triángulos de colores, los tranvías y las calles adornadas con rótulos y carteles con puntos, líneas y rectángulos flotando en composiciones dinámicas preanunciaban el destino del sistema suprematista, tal como lo veía Malevich. “La evolución ulterior del suprematismo, escribió en un manifiesto del mismo año que El Lissitzky imprimió en los talleres de la escuela, en adelante arquitectónico, la confío a los arquitectos … pues veo la época de un nuevo sistema de arquitectura sólo en él”. [16] La conciencia había superado a la superficie, avanzando hacia el arte de la composición espacial. Si hacemos caso a El Lissitzky sabemos que no hay que confiar en los escritos de Malevich, “patéticos” de “tan antiplásticas y místicas que son sus definiciones”. En todo caso las pinturas murales de Vitebsk, aquellas que las autoridades y los ciudadanos consideraban igualmente incomprensibles, tanto que tuvieron que suspenderse preventivamente algunas actividades, anuncian de manera ineludible la disolución de la abstracción en la arquitectura. Los arquitectones de Malevich lo confirmarían luego, al igual que los prouns de El Lissitzky. Que la ambigüedad de estos últimos en su concreción de realidad no nos engañe, en el fondo son también ensayos, y muy conscientes, para llevar a la arquitectura y las técnicas de transformación visual del ambiente de la vanguardia a su propia productividad. Como señaló Hilberseimer, el fin último del constructivismo era “una preparación bien disciplinada a la arquitectura”, y para ello se sirve de aquellos elementos que mejor expresan “nuestro tiempo mecanizado e industrializado”. El constructivismo ha sido visto como una metáfora de la organización técnica de lo real, una articulación dinámica de signos perfectamente desencantados y vacíos. De ahí que el manifiesto de la Unión Internacional de Constructores Neoplásticos firmado por Van Doesburg, Richter y El Lissitzky en 1922 pueda afirmar, ya sin sombras de espanto, que “ningún sentimiento humanitario, idealista o político” puede inspirar el arte nuevo internacionalista, “sino que surge de los propios principios amorales y elementales sobre los que se basan tanto la ciencia como la técnica”. Esta confesión no sólo de la apoliticidad inherente sino también de amoralidad de la vanguardia, que parte paradójicamente de los artistas embajadores del arte soviético en el extranjero, revela la auténtica naturaleza ideológica de la vanguardia: la de anunciar el advenimiento de un mundo sin valores, que coincide exactamente con el universo del desarrollo organizado por el capital.

 

No es de extrañar entonces, que la Internacional Constructivista desembocara, significativamente, en la fundación del CIAM, los congresos internacionales de arquitectura moderna, desde los que se promoverán las instancias más radicales del funcionalismo racionalista. Auténtica expresión de ese mundo amoral y elemental, altamente mecanizado y tecnológico, la arquitectura moderna refleja en ese silencio que envuelve al signo, ese residuo que subyace en el lenguaje. No por casualidad las fachadas de la fábrica moderna coinciden casi como una calcografía con la fotografía del interior de una cárcel panóptica. Una uniformización que estaba ya en el principio de las cosas.

 

De ahí que Manfredo Tafuri haya señalado el escabroso camino que llevó a la aventura de la vanguardia del cabaret a la metrópolis, para acabar disolviéndose en la ideología de la producción, o mejor todavía, en la imagen de la ideología del trabajo altamente mecanizado. Pues bien, sabemos hoy que este itinerario fue, en realidad, un drama en tres actos: del cabaret a la metrópolis, y de la metrópolis a Auschwitz y al encierro.

 

 

 

Los Acontecimientos. [17]

 

Octubre de 1937

 

París. La Academia revisa su Diccionario y sustituye el ejemplo este acto de autoridad sublevó, por este nuevo: este acto de autoridad se imponía.

 

Gijón. Muerte heroica de Abel Guidez, joven universitario francés y segundo de André Malraux en la escuadrilla España, derribado por los aviones fascistas.

 

Julio de 1938

 

Berlín. El Arbestsmann, órgano del Frente del Trabajo escribe: “el aspecto exterior de los Checos va en contra del ideal de belleza germánico… Es indiscutible cierta huella asiática”

 

Leningrado. El metropolitano Platanov se convierte al ateísmo, y explica en público “cómo se hacen los milagros religiosos”.

 

Berlín. Creación de un “laboratorio de psicología” encargado de estudiar las reacciones del extranjero a las manifestaciones del eje Berlín-Roma.

 

Londres, 6 de junio. Freud, expulsado de Austria, llega a Londres, donde residirá en lo sucesivo.

 

Leningrado. Tres escolares, convictos de robo, son castigados a un año de prisión con sentencia en suspenso. Serán encarcelados a la primera mala nota.

 

Agosto de 1938

 

Tokio. Doce profesores de la universidad, entre ellos Takahashi Masao, son condenados por “ayuda doctrinal a los sindicatos obreros campesinos”.

 

Reims. Fiestas en honor a la catedral, resucitada por los cuidados de Henri Deneux, que ha sustituido el armazón de madera por uno de cemento armado.

 

Washington. “Las mujeres que viven en los países gobernados por belicistas, deberían negarse a tener hijos”, declara Mme. Roosevelt.

 

Roma. El señor Mussolini declara que por primera vez en España las fuerzas de la Revolución del siglo pasado (es decir, la francesa) y del siglo XX (la fascista) se han enfrentado. Entre las victorias fascistas: Guadalajara…

 

Roma. En toda Italia se procede al censo de los judíos, así como de las obras de arte repetidas o “inútiles”.

 

Octubre de 1938

 

Tokio. La celulosa necesaria para la fabricación de explosivos escasea: prohibición a las damas de llevar vestidos con pliegues y kimonos de manga larga.

 

Nuremberg. Extraordinarios desfiles –que tienen algo de misa, de revista militar, de asamblea planetaria y de apoteosis de music-hall-; reúnen a 800.000 nazis.

 

Noviembre de 1938

 

Berlín, 7 de octubre. El señor Hitler ha sido ligeramente herido por un ramo de flores lanzado sobre su automóvil.

 

Viena. Una manifestación católica desfila a los gritos de “¡Jesús es nuestro Führer!” El cardenal Innitzer bendice a los manifestantes.

 

París. La faz humana no resulta del estallido de yemas, como hasta ahora se pensaba, declara el señor Victor Beau, eminente embriologista. Es una “marea que sube”.

 

Londres. Se continúan cavando trincheras en los parques. Está prohibido a los enamorados refugiarse en ellas.

 

Diciembre de 1938

 

Berlín. Según el profesor Hermann Bauch (Nuevas bases para la investigación de la raza) no está en modo alguno probado que los no-nórdicos no puedan acoplarse con los monos.

 

Nueva York. El locutor O. Wells tras haber imitado la voz del presidente Roosevelt, en la transmisión de La Guerra de los Mundos, de H.G.Wells, provoca graves pánicos.

 

Abril de 1939

 

París. Sólo se han presentado dos candidatos para el puesto de verdugo. El uno es el verdugo de Argel. El otro, el sobrino de Deibler.

 

Septiembre de 1939

 

Leningrado. Meyerhold es de nuevo encarcelado, como relapso (en el “formalismo”)

 

Diciembre de 1939

 

[Aquí no hablaremos ya de “Acontecimientos”. No es porque falten. Pero unos son demasiado conocidos y además demasiado graves; se los encontrará comentados más arriba. Y los otros, incomprobables.]

 

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[1] G. Bataille, Choix de lettres. 1917-1962, París, Gallimard, 1997, p.27

 

[2] Ib., p. 31

 

[3] Id., “Architecture”, “Dictionnaire Critique”, Documents núm. 2, mayo de 1929, p. 117.

 

[4] Id., “Nôtre-Dame de Rheims”, en Oeuvres Complétes, vol. I, Gallimard, París, 1970. pp.611-616.

 

[5] Id., “À popos de “Pour que sonne le glas” d’Ernest Hemingway”, Actualité, “L’Espagne Libre”, núm. 1, 1945, también en: G. Bataille, Une liberté souveraine, M. Surya (edit.), Fárrago, París, 2000, p.14.

 

[6] W. Kandinsky, Rückblicke, Berlín, 1913, cit. por M. Bill en De lo espiritual en el arte, Labor, Barcelona, 1992, pp.7–8.

 

[7] Ib., p. 69

 

[8] En su Historia de los colores, M. Bursatin describe cómo el color, que ya era chroma y pharmakon para los griegos, droga, remedio y veneno a la vez, a finales del siglo XIX fue asimilado por la industria química alemana (Hoechst, Bayer, Ciba) con la producción de explosivos, conformando una gama de productos afines entre sí: tinturas, colores, explosivos y fármacos actuales. Edit. Paidós, Barcelona, 1997, p. 113.

 

[9] Ib., p. 64

 

[10] Ib., nota 25, p. 64.

 

[11] Ib., p. 59

 

[12] Ib., p. 57

 

[13] Ib., p. 32, nota 6

 

[14] Ver Robin Evans, The fabrication of virtue, English prision architecture, 1750-1840, Cambridge University Press, 1982 y John Bender, Imagining the Penitentiary, Fiction and the Architecture of Mind en Eighteenth-Century England, The University of Chicago Press, 1987.

 

[15] G. De Chirico, Memorie della mia vita, Roma, Astrolabio, 1952.

 

[16] K. Malevich, El Suprematismo, 1920, en: A. González García et al, Escritos de arte de Vanguardia, Ismo, Madrid, 1999, p. 299. El Lissitzky, carta del 21-3-1924, en Sophie Lissitzky, El Lisitskij, Pittore Architetto Tipógrafo Fotografo,  Editori Riuniti, Roma, 1992, p. 35.

 

[17] Extracto del resumen de noticias publicado por Jean Guérin (Paulhan) en el Boletín de la NRF.