Henri Michaux
27 de septiembre de 1936. Una de las maravillas de la Iglesia de Santa Leocadia, después de su mutilación: construida en plata, bañada en oro y enriquecida con piedras preciosas era conocida con el nombre de “Sol de Orán”. Toda la pedrería ha sido arrancada. Iglesia de Santa Leocadia. Toledo.
27 de septiembre de 1936. Una de las escenas de Voyage en Grande Garabagne con los objetos dispuestos sobre el libro tras el pase de magia: el oro, separado de las tierras y los metales, reluce en cientos de brillos sobre el papel satinado.
Edición Rústica con dibujos del autor. Gallimard, Métamorphose. París.
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La joya de Santa Leocadia, preciada por histórica, era el “Sol de Orán”. Se guardada en una habitación especial, que ha perdido todo lujo y brillo en la rapiña. Llamábase así a la magnífica custodia que había expuesto Cisneros en Orán cuando conquistó esta plaza. Adoptaba la forma de un sol rutilante, cuajado de pedrería, y, aparte de sus valores artísticos y materiales, el solo prestigio de sus recuerdos realzaba esta joya, que resplandecía destelleante de oros y chispas, en las grandes solemnidades eucarísticas de Santa Leocadia. ¿Qué ha sido de ella? A la entrada de las tropas nacionales, oculta a todas las indagaciones y pesquisas, se dio por definitivamente perdida. Más tarde, un rumor, demasiado optimista, la contaba entre lo recuperado. Efectivamente, había aparecido el “Sol de Orán”, mas en seguida los primeros optimismos se convirtieron en dolor e indignación: la magnífica custodia había quedado reducida a una ínfima parte de lo que era. La joya preciada, muestra brillante del arte barroco, labrada en oro purísimo, era nada más que un trozo de la antigua aureola que la componía. Y este trozo se recuperaba machacado y retorcido. Lo demás, casi el valor íntegro de la custodia, toda la pedrería y su montaje han desaparecido con el acopio de otras joyas. Indicios posteriores hacen suponer que han sido comerciados el oro y las piedras de la custodia en la dilapidación general del tesoro español, que ha emigrado con los rojos.
Se está modificando considerablemente la casa de mis anfitriones. Se me consultó. Me gusta hacer, crear. Tuve ideas. Hago planes de patios, de dormitorios, de muebles. Alterar objetos, modificarlos, destruirlos, rehacerlos, desplazarlos. Manipular paredes, de estilo moro y español, fuentes, nogal americano, cedro, azulejos, mosaicos y quijadas de vaca. Hago esto con mi amigo. Su habitación está lista. Entonces, hoy ha dicho, indicándome una más alejada: «Ahí tienes tu habitación… Ves, entre dos patios, muy clara…». ¡Mi habitación! ¡Mi habitación! Es extraordinario que se pueda sudar instantáneamente y que se tenga frío poco después. Este instantáneo sudor ha sido mal estudiado, que yo sepa. ¡Mi habitación! ¡Qué historia! ¡Construir mi dormitorio! ¡Dinero! ¡Dinero!, un día hablaré de ti. No hay poeta de este siglo que no las cante claras al dinero. Mirando hacia atrás, mi vida está sujeta a esta argolla. Pero mantengamos la calma. Quizá sea el efecto del láudano junto con el éter. Quizás haya ilustrado con demasiada viveza las palabras que se me decían, el cincho en la frente que ha seguido, y dibujara por azar mi condenación. No, nada tienen de europeo los de aquí. El americano construye un palacio. Esto dura el tiempo que sea, luego encuentra a un portero, le da las llaves y se va, y esto no da lugar a ninguna complicación. Pero mi amigo ha acumulado libros para él y para mí en su biblioteca. ¡Esto es grave! Me pregunta cuáles quiero. Le respondo: ninguno. No comprende y encarga aquéllos que deben gustarme… Si he de ser franco, es mi amigo hombre muy atormentado y muy querido. ¡Pero yo de él también! ¡Se puede ser el amigo de un traidor! Esta es mi clave: traidor. Ahora la tenéis.