Exposición Universal
27 de julio de 1909. Interior de la Iglesia de Ntra. Sra. del Carmen. La iglesia parroquial del Carmen y el antiguo convento de las Jerónimas, formando ambas un grandioso edificio, ardieron al mismo tiempo. Convento de las Jerónimas. Barcelona. Serie, “Sucesos de Barcelona, nº 21”. Edición Ángel Toldrá Vinazo.
27 de septiembre de 1851. Vista exterior del Palacio de Cristal. En Dickinson’s pictures of the Great Exhibition of 1851, from the original, painted for HRH Prince Albert. Dickinson Brox. ¡854. Colección privada. Fotografía de la reconstrucción del Palacio de Cristal en Sydenham Park, 1852. Londres. Fondos del Victoria and Albert Museum.
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La visita de la Comisión a las Jerónimas en ruinas resultó desoladora, todo el edificio al descubierto, con imágenes, joyas, cálices, abalorios y muebles a la intemperie, visibles aún los daños del incendio.
El gran Palacio de Cristal de Paxton, que para Marx era transparente por la necesidad de dar un escaparate a tanta mercancía, fue destruido por un incendio en 1936.
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El primitivo convento de las Jerónimas fue fundado en el siglo XIII y estaba situado en el sitio que actualmente ocupa la iglesia de San Lázaro, en la calle del Hospital y plaza del Padró. Adquiridos unos espaciosos terrenos que poseía el Hospital de la Santa Cruz, se edificó en el siglo XVI el actual convento, cuya quema, horrible asaqueo y terribles profanaciones vamos a detallar. Era el mediodía del martes, día 27, cuando después de haber incendiado las turbas la iglesia parroquial de San Pablo se dirigieron al convento de las Jerónimas. Para evitar encuentros con la fuerza pública, los revoltodsos levantaron barricadas en las calles de Botella, Príncipe de Viana, Hospital y otras contiguas, construyendo por último, una gran barricada frentes a la iglesia parroquial del Carmen.
En 1862, Dostoyevski [1] estuvo en la exposición universal de Londres, donde visitó el Palacio de Cristal, auténtico estandarte del progreso, construido como escaparate de los últimos logros en maquinaria y tecnología. El escritor ruso vio en esta estructura el símbolo del «paraíso utilitarista de los burgueses en el que el mundo occidental se había convertido: un mundo donde las pasiones se pacificaban, el riesgo y el sentido trágico de la vida se eliminaban, y el ser humano se reducía a un mero consumidor autómata». El morador del Palacio de Cristal era lo que Nietzsche [2] denominó «el último hombre», el burgués (y el trabajador aburguesado), que paga su comodidad con el aburrimiento, adopta la mentalidad de la manada, y es hostil a la curiosidad y a la imaginación espontáneas.
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Cuando más apurados estábamos, nos fijamos en un pozo que hay al lado de la cocina, y con la cuerda que teníamos preparada para el balcón saltamos al piso inferior, que corresponde á una, tienda, cuidando de escurrir la cuerda sin dejar rastro de nuestra huída. ¡Cuál sería el asombro de los asesinos al ver que los pájaros se habían escapado de la jaula, sin saber por dónde! El primer golpe que oí fue seguido de un ruido metálico y de la voz de un nombre diciendo á otro «vamos a echar una copa». Por los agujeros de la puerta de la tienda pude ver como ardían los libros del archivo y seguidamente todos los muebles del piso; también vi a varios muchachos con los ternos puestos y rompérselos a tirones en medio de la calle; pero lo que más me descorazona fue el ver como muchos balcones de las casas de enfrente estaban llenos de gente que aplaudía con frenesí tales actos de barbarie. Haciendo el asfixiado anduve algunos pasos en dirección á la iglesia, hasta que varios circunstantes me hicieron volver a gritos por temor de que no me cayese encima algún trozo de la pared que amenazaba desplomarse, y al volver atrás me encontré con el bombero, al que rogué que me acompañase, pues llevaba al Santísimo. Como estaba tan excitado, soñaba enemigos en todas partes y así se explica que le mirase receloso; el buen hombre colocó el hacha en su lugar y me acompañó al cuartelillo, pero al pasar por delante de la iglesia del Buensuceso me decidí a dejar allí el Sagrado Depósito que llevaba. Después busqué a las monjas y supe el paradero de casi todas; por fin me dirigí al convento, y al ver que ardía de nuevo, me marché á casa, donde cené un poco y pasé una noche de insomnio. A la mañana siguiente fui otra vez y tuve ocasión de apreciar los desperfectos causados por el fuego. El altar mayor, lo mismo que los demás, había ardido toda la noche; notando que los de la parte del Sacramento ardían todavía. En la puerta de entrada había amontonados gran cantidad de escombros que eran el coro y el techo, que durante la noche se habrían desplomado; entre los cuales ardían imágenes de santos medio carbonizadas. Entré en la sacristía, y ni señales había que revelasen haber habido allí armarios ni madera de ninguna clase. ¡Cuál sería mi admiración al llegar a la sala capitular, que el fuego había respetado, mas no la mano criminal que lo había destrozado todo, y ver intacto el cuerpo de la fundadora y una preciosa imagen del Santo Cristo, de talla, puesta en un escaparate que tenía los cristales rotos! Entre los muchos que entraban y salían vi a un joven con una azada intentando destrozar el Crucifijo, entre blasfemias. No recuerdo cómo le disuadí de su empeño. También entró un joven, al que inspeccioné un rato, y pareciéndome de buenos sentimientos, le dije al oído: -¡Si pudiésemos llevarnos esta imagen! -¡Sí, para que al llegar a la calle nos quemen junto con ella! — contestóme. Después vino un grupo, y los que lo, componían, entré blasfemias y disparates echaron al jardín el cuerpo de la fundadora y se la llevaron a la calle. Después de rezar delante de aquel Crucifijo me fui y entré en la casa del capellán reverendo doctor Badosa por la parte del huerto, encontrando casi todas las cosas en su lugar; al volverme vi que entraban dos hombres con sacos, a los que hice volver diciéndoles que aquello era una casa particular. Al entrar de nuevo por la parte del Cementerio hube de advertir lo que no hubiera querido ver: reventar las sepulturas á martillazos y sacar los cadáveres, y como si fuesen los de sus más crueles enemigos, tratarlos sin ningún respeto, llegando hasta á clavarles clavos en la cabeza y en otras partes del cuerpo; ¡aquellos hombres eran lo peor de la degradación y la brutalidad humana!
Ustedes creen en el Palacio de Cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese Palacio de Cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no puede uno mofarse de él, ni siquiera a hurtadillas.
Verán ustedes: si en vez de un Palacio de Cristal tengo un simple gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él; pero, aunque le esté muy agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo tomaré por un palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y un gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero que no vivimos solo para no mojamos. ¿Qué le vamos a hacer si se me ha metido en la cabeza que no se vive solamente para eso y que hay que vivir en un palacio? Esa es mi voluntad porque ese es mi deseo. Y ustedes no conseguirán despojarme de mi voluntad si no modifican mis deseos. Pueden intentado, presentarme otro objetivo, ofrecerme otro ideal. Pero hasta que logren su propósito, me niego a tomar un gallinero por un Palacio de Cristal. Es posible que el Palacio de Cristal sea solo un mito, que las leyes de la naturaleza no lo admitan y que lo haya inventado yo neciamente, impulsado por ciertas costumbres irracionales de nuestra generación. Pero ¿qué me importa que ese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa si existe en mis deseos o, para decido con más exactitud, mientras existan mis deseos? Se ríen ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríanse tanto como les plazca. Acepto todas las burlas pero me niego a decirme que estoy saciado cuando todavía tengo hambre. No me conformaré con un compromiso, con un cero que se renueva indefinidamente, por la única razón de que está de acuerdo con las leyes naturales y existe realmente. No admitiré que el coronamiento de mis deseos pueda ser una casa de ladrillo con alojamientos baratos cedidos en arrendamiento para mil años y que ostente el rótulo del dentista Wagenheim. Destruyan mis deseos, derriben mi ideal, preséntenme una meta mejor, y yo los seguiré. Me dirán ustedes, tal vez, que no vale la pena preocuparse por mí; pero piensen que yo puedo responderles lo mismo. Estamos discutiendo seriamente, pero les advierto que si no se dignan concederme su atención, no me echaré a llorar. Puedo retirarme a mi agujero del subsuelo. ¡Pero mientras yo exista, mientras yo desee, que se me sequen las manos si llevo un solo ladrillo a esa casa! No me digan que yo mismo he renunciado hace poco al Palacio de Cristal por el único motivo de que no podía sacarle la lengua. Si he hablado así no ha sido porque me guste mofarme. Acaso lo que me irrita es precisamente que, entre todos los edificios que tienen ustedes, no haya uno solo al que no se le tenga que sacar la lengua. Es decir, me haría cortar la lengua, en un impulso de agradecimiento, si se arreglasen las cosas de modo que yo perdiese las ganas de mofarme. Pero ¿qué me importa que las cosas no puedan arreglarse así y que haya que conformarse con tener alojamientos baratos? ¿Por qué he sido hecho con semejantes deseos? ¿Acaso no estoy constituido así para poder comprobar que esta constitución es solo una broma de mal gusto? Pero ¿es este verdaderamente el único objetivo? No lo admito. Por otra parte, ¿saben ustedes lo que les digo? Que estoy persuadido de que a nosotros, los hombres del subsuelo, hay que tenernos bien sujetos. El hombre del subsuelo es capaz de permanecer silencioso en su agujero durante cuarenta años; pero si sale del subsuelo, empieza a hablar y ya no hay modo de detenerlo.