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Emmy Hennings

25 de julio de 1936. Virgen María. Imagen de alabastro policromado. Arrojada a un jardín por una ventana, la imagen se rompió en la caída. Una vez en el suelo fue golpeada reiteradas veces con un martillo. En el accidente se perdió el niño en su regazo. Edificio ocupado por los milicianos bajo las siglas CNT-FAI. Coro bajo. Capilla de las Mercedes. (¿Yllescas?) Convento de la Concepción. Toledo.

 

29 de febrero de 1916. Emmy Hennings. Aparece con la imagen de su rostro como una máscara. Rompernos la cara. Danza salvaje de sombras y larvas. Las máscaras hablan. Baile de marionetas. Gritos de parto. Teatro, club y galería de arte fundado por Hugo Ball y Emmy Hennings para el encuentro de artistas. Cabaret Voltaire. Spiegelgasse. Zúrich. Suiza.

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En el convento de la Concepción, de Toledo, estuvieron rodando blasfemias por los patios y claustros, ecos de profanaciones e insultos, cadáveres momificados de varias religiosas y sobre el altar y el pavimento de la iglesia hemos visto en las más irreverentes posturas cuerpos y ataúdes sacados de las sepulturas allí existentes.

 

Emmy Hennings, acompañada a la guitarra por Hugo Ball, dio un recital de canciones expresionistas en el más puro estilo de cabaret berlinés. Danza de la muerte: “Así morimos, así morimos/morimos todos los días/ porque es tan agradable morirse/ mañanas aún durmiendo y soñando/ mediodías ya idos/tardes ya en la tumba.

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La vela de las lágrimas ilumina esta oscura mañana nuestra. Sin merecerlo, nosotros nos sentimos iluminados por el candor de esa muchacha. Una luz espera tintineante en nuestro portal. Los soldados de la Virgen han atravesado la calle y dejado su estela luminosa como guía de nuestros pasos. Las pecadoras esperan a la milicia en las esquinas pero solo podemos darle consuelo en su penitencia y un peine para su cabello alborotado. Hace frío y nosotros le damos a Dios.

 

Voy a casa en la luz de la mañana / El reloj da las cinco, el cielo palidece. / Una luz todavía está encendida en el hotel/ El cabaret cierra en la noche/ En una esquina un niño se oculta/ Los granjeros cabalgan al mercado/ Silenciosamente el vigilante de la iglesia va a lo arcaico./ Las campanas suenan en el aire silencioso/ Y una puta con el pelo despeinado/ Todavía pasea, en vela y con frío.

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¿Despierta también a su paso la pasión otoñal de Don Juan II de Castilla, que gusta platicar con ella, la agasaja y la distingue y en todas partes pondera la hermosura de la dama de su mujer? Beatriz de Silva no lo sabe, o si se da cuenta de ello pasa junto a las llamas abroquelada con su indiferencia. Pero los pretendientes despechados, los que no han podido vencer el desdén de esta joven portuguesa, cuyos veintiséis años resplandecen con todo el fulgor de la belleza y la juventud, empiezan a tejer una red de calumnias alrededor de Beatriz de Silva. En esas calumnias mezclan el nombre y las solicitudes del Monarca. La Reina Isabel, orgullosa y altiva está alerta. Ha empezado a ser mordida por los dientes voraces de los celos, y, dura como es, soberbia y vengativa, inventa para la calumniada doncella los suplicios más refinados. Primeramente la recrimina con palabras de furia celosa y enajenada. Halla en Beatriz de Silva una dulce serenidad y un decoro grave, que oponen a su maledicencia su dignidad infranqueable.

 

¿No es pasión sólo lo que siento por ella y no es alabanza ni elogio lo que mis palabras delatan? Su tiempo la castiga y la premia a la vez con el odio y el calor de otros. Empieza a cundir el interés por “Prisión”, de Emmy. El libro hace mención al nombre de la época ya sus pesares. Un recensor berlinés lo llama “memorias modernas de la casa mortuoria” y sólo puede comparar la impresión que le ha producido con la que tuvo al leer “Hambre”, de Hamsun. Una revista de Múnich escribe: “Un tercio de niña, un tercio de mujer, un tercio de golfilla: lo que ha escrito en este libro sobresaldrá por encima de los muchos que se asemejan a ella, porque lo originariamente humano se inflama de compasión en sus tiernas manos con el fulgor rojo y vivo de un rubí, junto al que todo lo demás se deshace en grises cenizas”. Estilísticamente, el libro es un limar y desgastar ininterrumpido de las férreas rejas. No conoce ni capitulación ni compromiso. Es inconmovible en su exacta rectitud. Soporta todos los celos y envidias del tiempo que le tocó vivir: “Oh, Señor, toda mi fe, toda la nostalgia de mi existencia ha perecido hoy de una muerte violenta… hoy te he engendrado…”

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Esto exaspera a la Reina Isabel que medita deshacerse criminalmente de la que cree su rival. Para ello, en cofre o ataúd, que manda construir, encierra a su desventurada dama. Es tan estrecho el forzado escondite que espera que el hambre y la falta de respiración acaben a los tres días con la vida en flor de la hermosa Beatriz. Gime la recluida, acompañada sólo de su inocencia. Esta eleva plegarias a la Virgen, encomendándole su causa. Y oye de pronto en las tinieblas del ataúd voces celestiales que la confortan y animan. Es una señora de divino rostro, resplandeciente de luz, que Beatriz de Silva ve vestida de nívea túnica y azulado manto. Su acento es inefable. Y este acento consuela y alegra el ánimo de la pura doncella, que le ofrece entonces perpetuamente su castidad. Cuando la reina Isabel, a instancias de don Juan Meneses, tío de Beatriz de Silva, que pregunta por ésta, quiere mostrarle el cadáver de su sobrina y abre el ataúd, queda sorprendida y maravillada. La joven doncella, más hermosa que nunca, alienta con su vida triunfal, como si se hubiera redoblado su salud. De todo el ataúd trasciende un perfume de azucenas que es un olor virginal. Y la Reina queda confundida y avergonzada y Beatriz de Silva marcha a Toledo y agradece a la Virgen sus cuidados fundando un convento dedicado a su Divina Concepción, y adorna el voto de las novicias con un hábito blanco, con capa azul, como el de la Virgen que vio la cuitada en sus horas de angustia.

 

Un mundo de fantasmas donde reyes y reinas convivían con delincuentes y leprosos. Vivía entre la necesidad de humillar al poder y humillarse ante el poder. No podía vivir sin pensar que su destino personal iba ligado al destino de toda su nación. “La Calavera: ese es el nombre que los apaches le han dado en su lengua a una muchacha. A través de sus rasgos faciales consumidos se perfila su esqueleto”. Bastante antes de abrir el Cabaret Voltaire, escribió un poema obsceno acerca de la Virgen María: Der Henker. Quería follársela, decía. Pero eso fue también antes de que comenzara su diario, en el que daba testimonio de que eso no era nada: “Antes solía llevar conmigo un cráneo, de una ciudad a otra; lo había encontrado en una vieja capilla. Había comenzado a cavar tumbas y había sacado a la superficie esqueletos que tenían cientos de años. Escribían el nombre y su fecha de nacimiento sobre la parte superior del cráneo. Pintaban los pómulos con rosa y no-me-olvides. El caput mortum que había llevado conmigo durante años era la cabeza de una chica muerta en 1881 a la edad de veinticinco años. De hecho estaba locamente enamorado de esa chic de ciento treinta y tres años y apenas podía separarme de ella… esta cabeza viva que veo aquí”. Se refería a Emmy Hennings, desde 1913 la amante de Ball, después de 1920 su mujer y a partir de 1927, su viuda. “Me recuerda la muerta. Cuando miro a la chica, quiero coger un poco de pintura y pintarle flores sobre los pómulos vacíos.”

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Los milicianos convierten el convento y la iglesia en cuartel. Comienza la bacanal sacrílega. Manos vandálicas pasan por los altares destrozando imágenes, machacando cuadros, rompiendo aras, entre blasfemias y risotadas de energúmenos. A golpe de machete sacan lo ojos a las Vírgenes y los Niños, o les mutilan el rostro con horribles chafarrinones. Violan la clausura, prosiguiendo su obra iconoclasta. Lo revuelven y ensucian todo. Desvalijan el coro, rompen los órganos y alacenas, y un montón informe de policromías y miembros rotos marca los restos de Cristos destrozados a golpes y tajos.

 

Sobre el escenario de una taberna chillona, abigarrada, repleta de gente, hay varias figuras extrañas y peculiares que representan a Tzara, Janco, Ball, Huelsenbeck, Madame Hennings, y a su humilde servidor. Un pandemónium total. La gente que está a nuestro alrededor grita, ríe y gesticula. Nuestras réplicas son suspiros de amor, salvas de hipos, poemas, mugidos y el maullar de bruitistas medievales. Tzara menea rápidamente el trasero como si fuese el vientre de una bailarina oriental. Janco toca un violín invisible y hace reverencias y se pelea. Madame Hennings, con un rostro de Madonna, se esparranca.

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¡Qué dolor de esculturas! En el llamado coro bajo, una preciosa Virgen (¿del siglo XV?), que acunaba al Niño en su regazo, a parece decapitada. Del Niño, ni rastro. ¿Y era una escultura valiosísima, de piedra policromada y ropaje de ricas estofas, de tan autentica antigüedad que, sobre las opiniones que la adjudicaban al siglo XV, casi prevalecían las que la catalogaban como una obra maestra del XIII.

 

La extraña belleza de la destrucción que rezuma su poesía surge de un indudable anacronismo puesto que no son aquellos poemas oscuros de la época expresionista los más nihilistas, es en la poesía religiosa de su senectud donde brilla lo negativo con más insistencia. El valor de su voz trastoca la cronología y las apreciaciones del tiempo, más avanzada mientras más arcaica, más poesía.

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No se sacia con esto la fobia sacrílega de los monstruos sino que, llegando a los enterramientos, saltan las lápidas, exhuman las momias, danzan macabramente con ellas y esparcen, por fin, los huesos, entre los que es aventado el cuerpo de la Santa Fundadora que no ha sido respetado en su tumba con el último gesto de pudor humano. Ultrajado, el cuerpo santo se abandona hinchado, inflamado por la lujuria que han dejado con sus huellas y zarpas los abusos y los manoseos de los lascivos milicianos. No han dejado descansar en paz el cuerpo virgen. En tanto, la fuente del patinillo sigue fluyendo mansa, hasta que al fin se oscurece, reflejando las calaveras que inundan sus bordes y sedimentando el polvo de la destrucción.

 

Apareció en el centro del cabaret con cintas alrededor del cuello, la cara como de cera. Con el pelo amarillo muy corto y un vestido de terciopelo escaso y oscuro y con rígidos volantes, era algo absolutamente distinto al resto de la humanidad… vieja y estragada… Una mujer posee infinitos matices, caballeros, pero desde luego, uno no ha de confundir lo erótico con la prostitución… ¿Quién puede impedir que esta chica que ya es la mismísima histeria… se hinche hasta constituir una avalancha? Cubierta de maquillaje, hipnotizada con morfina, absenta y la llama color sangre de su eléctrica versión de Glorie, una violenta distorsión de lo gótico, su voz brinca sobre los cadáveres, se burla de ellos, trinando conmovedora como un canario flauta.

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Un médico toledano me brinda la bala de plomo que ha extraído de mi cuerpo. En el hospital hace mucho frío. Observo como mis huesos y mis carnes han modelado el metal y la forma del proyectil tiene ahora la impronta de la Virgen. El fuego que ha ardido en mi pecho tiene ahora su justa correspondencia. En nuestra niñez, soldaditos de la Virgen, no sospechábamos cuánto dolor significaría darle cariño y devoción eterna a una madre que sentíamos desconocida.

 

Me duele el cuerpo en algún lugar de alguna tierra extraña/ durante años mis extremidades han estado como muertas/ siento ambos pies como si estuviesen hechos de plomo / mi pecho es un vacío, marcado a fuego./ Nada está mal –soporto días dolorosos./ Te parezco como algo proscrito./ Caigo dormida como la llama de las velas/ alumbrando mi camino hacia una desconocida.

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Roy Campbell cuenta que, en su estancia toledana, conoció numerosos ejemplos de mujeres concretas, de carne y hueso, que podían encarnar como figuras la imagen excelsa de la Virgen que aparece en sus poemas. No se trata de profanaciones ni de mistificaciones de lo humano, es más bien, lo que ocurre en una obra de teatro, en un viejo y clásico Auto Sacramental en la que las actrices que encarnan a la Madre de Dios también eran mujeres ejemplares y de recta virtud, en un momento en el que muchos de estos papeles de cómicos eran adoptados por hombres. Campbell señala el caso de una hermana de las Concepcionistas que, habiendo sido ultrajada por los milicianos rojos, forzada contra su voluntad con una brutalidad propia de las bestias, su vida virtuosa había tomado cuerpo en la milicia y actuaba ora como enfermera, ora como verdadera mujer-soldado en las primeras líneas del frente. La tradición literaria española de la monja alférez aflora en sus letras pera la fuerza de sus imágenes explica con claridad que hay un cuerpo vivo, un alguien encarnando esas mismas letras. Podemos comprobarlo en los versos que coronan Flowering Rifle, de 1939, en el que nuestro atento oído aún puede sugestionarse con la bella voz de la monja soldado: “La Virgen del Valle vela la ciudad/ inclinadas sobre el precipitado río,/ en cuyas aguas se ciernen reflejados los ángeles,/ para rozar en llamas de sangre el rico líquido,/ en que las golondrinas besan aquellos cielos/ que sus alas sin par no pueden escalar/ sino descendiendo hasta él para adorarlos”. La relación de Campbell con la monja concepcionista tiene un particular periplo biográfico. Meses después de su primer conocimiento, escucho contar en el frente de la Sierra de Gredos, historias de un valiente soldado que se jugaba la vida cada día en primera línea de combate. El rumor insistente decía que este soldado era la misma aparición de la Virgen, con más certeza, una mujer, y más precisamente, una enfermera que servía en un campamento cercano. Con esta noticia en mente quiso Campbell ir a su encuentro sospechando que se trataba de la misma mujer que había conocido en Toledo. Encontró el sitio, a la vez que comprobaba, con tristeza, que era su amiga, ya muerta, con el vientre desgarrado por una bayoneta.

 

John Elderfield cuenta que, cuando Ball la conoció, ella era una actriz itinerante y actuaba en cabarets, “con un pasado muy poco ortodoxo”. No sé qué implicaciones tenía este enunciado, aunque seguía diciendo que ella había viajado por Rusia y Hungría, había roto su matrimonio, había permanecido un tiempo en prisión y era sospechosa de haber cometido un asesinato. Fue ella quien consiguió el trabajo, como cantante, n los que luego se llamó el Cabaret Voltaire, y convenció al dueño para que también tomara a Ball como pianista. No se le concede mucha importancia a ella en el origen o en el desarrollo del dadá, que es básicamente un movimiento masculino. Pero ciertamente fue una de las pocas mujeres involucradas con el dadá. El Züricher Post, en 1916, recordaba su época de cantante berlinesa, “agarrada a una susurrante cortina amarilla, las manos posadas en sus exuberantes caderas como en un ramillete en flor”, para terminar recordando que “hoy presenta la misma pose desafiante y canta las mismas canciones, con un cuerpo que desde entonces ha sido moldeado sólo levemente por el dolor”. Hans Arp nos la describía “cantando con cara de madona”, mientras un Ball, pálido como un fantasma entalcado, la acompaña al piano.” Vamos a volver a esta imagen de la madona cantando, especialmente relacionada con el hombre dadá como fantasma. Ella es una imagen particularmente interesante por cuanto, como Emmy Hennings, es acusada más tarde de mejorar la imagen de Ball después de su muerte en 1927, y de caracterizar el dadá como poco más que un exceso de juventud en el camino de la rectitud y de la conversión al catolicismo, esa bien conocida historia del movimiento, inevitable, desde el caos hasta el orden. Y en sus propias memorias, como veremos más tarde, Hennings misma invocó a la Madona como el origen y el destino de Ball. De acuerdo con una carta escrita por hans Richter, Emmy Hennings falleció en una pequeña habitación que estaba arriba de un almacén en Magliaso (Tesson), en 1949. Debe de haber tenido 50 años largos, y para sobrevivir trabajaba en turnos diurnos en una fábrica.

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Ya se ha hecho mención de cómo ha quedado en la capilla de las Mercedes la estatua de “La Virgen”, del siglo XIII o del XV, tallada en piedra blanca, llamada en la ciudad de Toledo “Virgen de la roca”.

 

La Carta de un cadáver que Emmy dirige a Frank. En ella se trata de una manera cáustica, dejándose de bromas, el instinto de auto conservación del cadáver, su capacidad para petrificarse.