ARCHIVO F.X.

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El cartel expandido

 

Por Antonio Molina Flores

 

 

 

Hace unos días se clausuraba la Bienal de Flamenco, a la que ha correspondido el cartel más extraño de su ciclo. Frente a la obra única, con aura y plaza en futuro museo, la obra múltiple, la que no puede ser apreciada de un solo golpe de vista, ni puede ser archivada en una única experiencia personal. Como si al creador le explotase un petardo en las manos y no pudiese encontrar los trozos, dispersos entre las rotondas y los contenedores –archivos efímeros– de la multiplicidad. Obra, además, por la que no podemos felicitar al autor porque, literalmente, no sabemos –nadie sabe– qué es. La "obra" sigue, se mueve: está en marcha. Como las bacterias, que nacen multiplicándose, cada replique, cada envío, cada tuit, cada OK, cada me gusta, cada compartir, expande la experiencia fragmentaria y sirve de metáfora a eso que llamamos flamenco.

 

Las preguntas esenciales ya no tienen sentido: ¿quiénes somos? ¿a dónde vamos? Desde que la tarea del arte no es informar, los artistas se dedican a hacer metafísica. Y se hacen preguntas. Este cartel dice, a mi entender, de dónde venimos. Habla de nuestros ancestros. En un sentido muy amplio; si se quiere, antropológico. Venimos de la antropofagia, de comernos los unos a los otros, del canibalismo. Por eso es tabú. Y después de este oscuro principio, venimos de una cierta familiaridad con los animales. Entiéndase, el trato, la domesticación, la belleza, el consumo. Para los chinos el núcleo familiar, CHIA, es un ideograma compuesto por una tejado, que representa la casa y un cerdo debajo. Cerdo-casa es familia. El núcleo de parientes tan cercanos como para vivir del mismo cerdo. Un papagayo verde nos lleva a Mairena (en este caso Juan), a Antonio Machado y a los Cantes de ida y vuelta. Y así podríamos seguir con todos y cada uno de los animales que aparecen en este cartel.

 

La obra de Pedro G. Romero, inclasificada no inclasificable, se suma a los nombres de Gordillo, Saura, Alberti, Ricardo Cadenas. Pero los tiempos están cambiando y no es necesario que lo diga Bob Dylan. Antes un cartel contaba cosas, fechas, lugares, protagonistas: anunciaba algo. Pero ahora esa función también ha cambiado. La gente lo sabe todo. Compra las entradas por internet sabiéndolo ya todo, incluso habiendo visionado ya lo que quiere disfrutar en directo. El artista ha puesto una espada entre nosotros, que es para lo que debe servir el arte, para dividir, para separar el grano de la paja, lo bueno de lo regular. Y dejar a años luz lo zafio, el cuartillo, los señoritos, lo previsible, lo manido, lo trillado. No es un cartel propiamente, es un Auto, una obra de teatro breve, que se va expandiendo, como ha entendido el siempre visionario Gonzalo García-Pelayo al iniciar una película sobre el cartel. Hemos llegado demasiado lejos y sólo hay un artista que podría hacer el cartel de la Bienal 2020: Kasimir Malevich. Un rectángulo blanco, sobre fondo blanco. Y vuelta a empezar.