DOCUMENTOS Y MATERIALES. NÚMERO 2

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PUBLICACIONES

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Segundo. Archivo F.X./ Pedro G. Romero

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La idea no es más que comunicar, difundir, divulgar algunos de los trabajos que en estos años, desde finales de la década de los noventa, se están elaborando en el Archivo F.X. [1]. Aunque abundan publicaciones, propias y extrañas, en las que estos tra­bajos toman cuerpo no parece suficiente. El formato de boletín en el que se contienen documentos y materiales parecía el vehículo más adecuado para esta encomienda, a pesar de que la dirección web www.fxysudoble.com pueda completar todas estas noti­cias. En este segundo número repetimos la misma idea, sumar los restos que va de­jando el trabajo del archivo, fondo de cajón, lugar en el que acaban siempre aquellos tornillos y tuercas que no tienen un acomodo claro en otras publicaciones del Archivo F.X. Hacer divulgación y propaganda con el material restante es una operación lógica cuando de iconoclastia se trata.

 

La invitación ahora es en Venecia, Italia, –el número anterior se publicó en Salónica [2], Grecia– y parece que esta lógica nos invita a enfrentarnos a la historia, a de­tener su pulso teleológico. Grecia, Roma… Venecia. Cuando acudía a la ciudad de los canales llevaba un recorte de prensa de hace pocos años. En 2004 la policía buscaba a un vándalo que, a martillazos, destrozaba estatuas por la ciudad italiana. Básicamente el ataque iba dirigido contra las manos: orantes, mártires y santos del palacio Ducal, de la iglesia del Redentor y de San Pedro in Castello aparecían mancas. Hasta mi recorte, del miércoles 30 de junio, no se había detenido al autor que seguía siendo un desconocido. Lo que me interesaba de la noticia era la suma en equipo de policías e historiadores del arte tras la pista del iconoclasta. Porque aseguraban que era varón –¡nada de manicura!–, muy alto –la colocación de los retablos– y con conocimientos de arte y cultura religiosa. Pero dejemos hablar al comisario de policía: “El lunes, cuando me informaron de los primeros destrozos, pensé en un desequilibrado que actuaba en Venecia por la importancia de la ciudad, pensé en un gesto desesperado, como el de quien se arroja desde el campanario de San Marcos. Ahora sabiendo que actuó contra objetivos más excéntricos, como San Pedro de Castello o el Redentor, me parece que todo responde a un plan, porque los ataques se dirigen contra símbo­los de la cristiandad: las tablas de la ley, la mano de quien escribió el Evangelio, las manos estigmatizadas de san Francisco, las llaves de san Pedro y la tiara pontificia. Se trata de alguien con cultura cristiana y conocimientos de las Sagradas Escrituras”. La noticia –proporcionada por Enric González, el corresponsal del diario El País en Roma– continuaba con las declaraciones iconoclastas, no podía ser de otro modo– del semiólogo Paolo Fabbri ironizando sobre lo dicho por el superintendente Rossini: “Lo cierto es que si uno va por Venecia con un martillo, le resultará más fácil romper sím­bolos cristianos que ídolos africanos, por una simple cuestión de abundancia”, dijo. Y adelantó su propia hipótesis: “Creo que esa persona descarga su ira sobre símbolos turísticos”. Carlo Ginzburg [3] nos enseñó como su método podía remontarse genealó­gicamente a los escritos de Giovanni Morelli [4], antecedente teórico de la moderna his­toria del arte y de la policía moderna. También de la ciencia semiótica. Morelli, que para poder prestigiarlos publicó sus escritos como Ivan Lermolieff –un acrónimo de su nombre italiano, es decir, los textos de un ruso traducidos al alemán–, descubrió un sistema por el que las falsificaciones pictóricas debían detectarse observando los detalles menos trascendentes de cada cuadro, aquellos menos influidos por la escuela a la que el autor pertenecía, aquellos rasgos estereotipados que cada artista –original o falsificador– incorpora de manera automática, casi inconsciente, en su técnica de dibujo: los lóbulos de las orejas, las uñas, los dedos de manos y pies. Sus disparatados libros se componen, por ejemplo, de catálogos de dedos meñiques del pie de los gran­des maestros del Renacimiento italiano. Ginzburg ha demostrado como la lectura de Morelli influyó decisivamente en autores tan dispares como Conan Doyle [5] o Sigmund Freud [6], es decir, el método deductivo de Sherlock Holmes o las formaciones del in­consciente del método psicoanalítico proceden de la lectura de Morelli directamente. Georges Didi-Huberman [7] desconfía de Morelli –¡qué viene la policía!– por más que el Freud leído por Aby Warburg [8] compartiera su genealogía. Pero Morelli tampoco se tomó demasiado en serio a sí mismo y no se transformó en un descifrador de je­roglíficos a la manera de Panofsky. Morelli era médico –como Freud, como Conan Doyle, como Watson; mientras Aby Warburg era paciente– y continuó practicando la medicina y ejerció también distintos cargos políticos. La trascendencia de su método debe más a la potencia de su hallazgo que a su empeño proselitista.

 

La manera de ver y de leer que se practica en el Archivo F.X. debe mucho a este Morelli.

 

Y de escribir. Toda una serie de breves novelas de Leonardo Sciascia como La desaparición de MajoranaAutos relativos a la muerte de Raymond Roussel [9] han sido claves para desmontar el relato histórico. Sciascia mismo ha señalado la Historia de la Columna Infame de Manzoni [10] como una influencia clave en su literatu­ra. Alessandro Manzoni publicó esta novela junto a su obra maestra Los novios y, de alguna manera, abre con este par de escritos el canon y el contra canon de las letras modernas en italiano. Carlo Ginzburg ha tenido que reconocerse también en el autor de la Historia de la Columna Infame. Menos conocida es la relación entre Manzoni y Morelli. Evidentemente estamos en los orígenes de la mirada detectivesca. Ambos frecuentaban círculos protestantes y, de hecho, su relación tiene que ver con el esta­blecimiento de la Comunidad –así mismo se definen los descendientes de la iglesia reformista en el norte de Italia– tan importante para la familia de Morelli como para el matrimonio Manzoni. Las peculiaridades del propio catolicismo de Manzoni, prac­ticadas con un rigor janseático, despertaron la curiosidad de Morelli que estudiaba la pervivencia del credo tedesco en todo el norte italiano, especialmente en la región del Véneto. Precisamente en su donación a la Biblioteca Cívica de Bérgamo –fundada por la Comunidad protestante–, donde se encuentra depositada toda su correspondencia con Manzoni, el núcleo principal lo constituyen numerosas obras dedicadas a la per­manencia de los elementos suizos y germánicos en toda la región del Véneto, desde la factura artística hasta la organización económica. Abundan las notas y las ocurrencias más diversas. Se insiste mucho en el hecho de que sean mercenarios alemanes los que llevaron a cabo los desmanes del conocido saqueo de Roma –desde luego, el libro de El Saco de Roma, 1527, de André Chastel, está en los orígenes literarios del Archivo F.X.–. Hay curiosidades, como la que relaciona el paso de la moneda a la letra de cambio en Venecia, en respuesta a la reserva sobre las imágenes de los protestantes, no tanto como una cuestión de orígenes sino de hábitos practicantes. En este sentido también es dudoso, aunque reseñable, la pretendida identidad de elementos bizantinos y griegos en el arte veneciano, que no vincula tanto al comercio con oriente como a la influencia del régimen económico tedesco, insisto, no en cuanto a sus orígenes sino en cuanto a la praxis y la legitimización que se daba de todo esto en la cultura del siglo XIX. Claro que son notas sobre el predominio social germánico y no se encuentra con un De With o un Saenredam entre sus pintores. También es curiosa la valoración paritaria de estos elementos que no siempre son de procedencia reformista, también se les suma el origen judío. Pero sí que son interesantes estas apostillas sobre una vida, la de la burguesía de origen germánico impregnada de romanticismo alemán –Gessner, Klopstock, Lessing, Schlegel, Novalis– y la supervivencia de formas –bizantinismo y arabesco frente a grutesco, el color frente a la línea, el paisaje frente a la figura, etc.– que se quieren características del arte veneciano.

 

Es fácil entender entonces que Giorgio Agamben [11] sea profesor en Venecia. Su última obra publicada en castellano, El reino y la gloria, analiza exhaustivamente las categorías del régimen político occidental para demostrar el aserto de Karl Schmitt [12] sobre que se trata simplemente de categorías religiosas –mera teología– secularizadas. Se explica entonces por qué la oikonomia, tanto como administración y gobierno de las cosas como en su acepción propiamente económica, se acaba imponiendo a la política misma en cuanto poder y soberanía. Toda la vertiente visual de este triunfo de la economía –Agamben demuestra un corrimiento histórico fundamental que va desde las antiguas liturgias bizantinas hasta la moderna sociedad del espectáculo– tiene una importancia capital para entender el mundo de publicidad y propaganda en que vivi­mos. Por eso era innecesario el desdén con que se trata obras ciertamente concomi­tantes. Me refiero a Image, icóne, économie, Les sources byzantines de l’imaginaire contemporain, 1996, de Marie-José Mondzain y, en tono menor, L’histoire des iconoclastes, 1985-2005, de Marie-France Auzépy, que en cierto sentido son libros con­trapuestos. Veamos. El punto de partida de Mondzain son los escritos del Patriarca Nicéforo contra los iconoclastas tras ser derrotados éstos en Nicea II, pero, básica­mente, contra sus últimos ataques en torno al 820. Hay un argumentario básico que parte de la convicción de que sólo Dios puede ser invisible, un rasgo exclusivo que ni el Cristo ni otras figuras pueden compartir. Desplegando está lógica se cantan las posibilidades democráticas de la imagen, su infinita comunicabilidad, la facilidad con que se convierte en doctrina no mediante el discurso sino encarnando la verdad. La imagen no necesita traducción y su significado permanece en el tiempo, nos dice un inocente Nicéforo. Es aquí donde opera la lectura más ambiciosa. Frente a la teología que explica el mundo mediante el discurso, las imágenes producen una verdadera oikonomia que organiza el mundo directamente. “Economía” es expresión aquí de “imagen y semejanza”, y es a partir de ese despliegue que el término recoge los senti­dos de la palabra en la tradición aristotélica como “administración” y “contabilidad” y de la tradición paulina como “providencia” y “astucia”. Inmediatamente la economía se prestigia como physis, como plan divino del estado de cosas, como naturaleza. El prestigio realista de la economía como verdadera expresión del mundo procede de ahí y, como señala Agamben, es a partir de aquí que lo elaboran Adam Smith [13], los fisiócratas y otros apóstoles del capitalismo. Es precisamente aquí donde podemos valorar los textos del segundo libro, el de Auzépy. Su proyecto es, básicamente, un intento por sacar la historia de los iconoclastas –de Oriente, de Bizancio, entendámo­nos– de la caricatura a que han sometido su peripecia los vencedores, la iconodulia. Auzépy desmonta la construcción de este relato grotesco que los suele presentar como integristas y como bárbaros para afirmar que éstos sabían muy bien lo que estaba en juego. La propia peripecia de los juegos del poder político situaba el espacio de las imágenes como una garantía de triunfo del poder teocrático y del imperio. El ataque contra las imágenes no era tanto una motivación “ciega” sino la consecuencia de lle­var el conflicto político a otros terrenos. La propia querella de los iconoclastas que se discute en Nicea II, último concilio conjunto de las iglesias de oriente y occidente, evidencia la importancia del espacio de las imágenes en relación a un “ecumenismo” romano que acabará por separarse definitivamente de las otras “economías” que se practicaban en oriente.

 

Es lógico entonces que uno de los libros más interesantes de Massimo Cacciari –¡todavía alcalde de Venecia!–, cuando aún no había hecho mella en su escritura la debilidad, es el contundente Íconos de la Ley. Para lo que venimos relatando es es­pecialmente interesante el capítulo que ampulosamente titula “El ángel sellado”. El centro del relato parte de las relaciones entre Pável Florenski y Kassimir Malévich [14]. En el plano de la ley, del triunfo del nomos, de la escritura y del discurso, Florenski propone para el icono un camino intermedio entre el realismo absoluto y el silencio absoluto. El icono es un pasaje de lo visible a lo invisible y viceversa. Cuando las pa­labras no sirven es la imagen la que abre el discurso. La paradoja se da en la respuesta de Malevich que no habla ya desde la escritura sino que hace imágenes. Y es tan sólo el “cuadrado negro”, su famosa “proposición”, el único ícono posible –el “oro del ícono” según recoge de la tradición el propio Cacciari– entendido como tal “pasaje” entre ley y anomía, entre orden y desorden. Entonces, ¿el “cuadrado negro” como único garante de la ley?

 

Recordemos una acción de James Lee Byars [15] en Venecia, según nos la describe en El resto el historiador Ángel González García: “Durante la Bienal de Venecia de 1991, James Lee Byars decidió arrojar a los canales monedas de cartón dorado donde aparecía grabada una espiral. Claro que también podía ser un nueve. “¡NEIN [16]!”, decía Byars a grandes voces. Tenía algo que ver con su oposición a la inminente Documenta de Kassel, aunque no estoy muy seguro: Byars había llevado a cabo su acción de ma­drugada, así que no lo ví…pero me lo imagino. Al cabo de cuatro o cinco horas, cuan­do Stephen McKenna me lo presentó en la terraza de un café, las monedas de oro que había arrojado al agua se habían extendido ya por la ciudad como una plaga o como un milagro: el de la extensión de lo intenso. Byars me daría en Madrid un puñado de esas monedas a cambio de una navaja de oro. No tenían mucho valor, pero tampoco la navaja –diminuta– le valdría a él para otra cosa que para alancear mosquitos; salvo por un milagro. Me acordé de una historia que se cuenta de Domenico Michiel, cuando los venecianos acudieron en auxilio de los primeros cruzados. Como el dinero faltaba, el Dux, que era poco amigo de las deudas y aún menos de los motines, mandó hacer mo­nedas de cuero labrado con la promesa de dar por cada una un cequí de oro a su regre­so”. Recordemos, Byars vestido de negro, con su sombrero negro y su antifaz negro, sobre una negra góndola funeraria atraviesa los canales gritando nueve veces “¡no!” –es decir Byars como el “cuadrado negro” de Malévich– mientras arrojaba monedas de oro –oro “falso” pero “ícono” verdadero– al agua, a la tierra, a las fondamentas.

 

Otro de los núcleos centrales del libro de Cacciari es el Moisés, entendamos entonces de dónde viene el vínculo entre la ley y la prohibición mosaica de las imá­genes. Pero no quiero volver sobre el texto del alcalde –según la tradición imagen y ley de la ciudad–. Me gustaría detenerme ahora sobre la doble acepción, cacofo­nía desde luego, de la palabra mosaico en castellano. Por un lado su vínculo con el Moisés del antiguo testamento, los mandamientos, las prohibiciones, la ley. Claro, es especialmente interesante, como mencionaba antes, el edicto mosaico contra la repre­sentación, los ídolos y cualquier figuración por imágenes. Pero a la vez, en castellano, ha hecho fortuna mosaico –y en inglés mosaic, francés, mosaïque, alemán, Mosaik, italiano, mosaico, etc.– con una acentuación y pronunciación idénticas. Esta acep­ción, la que se refiere a la construcción taraceada con teselas o piedrecitas de diver­sos colores, está extendiendo su uso hacia todo aquello que se presenta fragmentado, descompuesto, disperso. Corominas en su Diccionario Etimológico nos recuerda que aunque la palabra proviene de la acepción griega museios, “relativo a las musas” –como Museo, por otra parte–,en algún momento tuvo una confusión meramente for­mal con el Môsaikós, “relativo a Moisés”.

 

Otra palabra, muzak, se asocia en música –“murga”, su opuesto, también pro­viene de “musa”, al igual que “moneda” o “mnemónico”– a “mosaico”, es decir, ese fondo musical variopinto y amable que en su origen ofertaba una empresa, la Muzak, para aumentar la productividad en las fábricas. Pues del mismo modo que la pala­bra muzak ha acabado significando lo “disperso”, lo “fragmentario”, lo “aleatorio” cuando quería ser usado para lo “intenso”, lo “productivo”, lo “efectivo”, en algún momento  la palabra “mosaico”, que tiene algo de monolítico, de ley inamovible, de sistema cerrado, acabó adjetivando lo fragmentario, variado, ocasional, ligero. Es cierto que cualquier mosaico necesita una férrea ley para organizar sus miles de partí­culas puesto que ese sentido final, una imagen o una cenefa decorativa, está sometido a un estricto sistema.

 

Y termino estas líneas sentado a la puerta de uno de los pabellones del Muelle di Sale, en Venecia. Detrás tengo el Redentor, la iglesia de estricto estilo palladiano, y delante a mis amigos, con miles de ventanas abiertas en sus ordenadores, también por cientos. Intentar averiguar la ley, el estricto sistema que mantiene unidas todas esas ventanas –para ser explícitos“teselas”– me parece una tarea ardua, imposible teniendo a mi alrededor el dolce far niente veneciano. Dejo pues la tarea aquí, otra diminuta tesela.