Damiela Eltit
Julio de 1940. Algunas de la sobras de arte incautadas por el gobierno de la República. Imagen de “Santa Clara” de Salzillo. Fotografía Belda. Depositada en el Museo de Bellas Artes. Consejería de Cultura y Turismo. Comunidad Autónoma de la Región. Museo de Bellas Artes de Murcia.
Enero de 1979. Damiela Eltit lee fragmentos de su novela Lumpérica en un prostíbulo de Santiago Zonas de dolor. Eltit proyecta su imagen sobre la fachada del burdel. Fotografía Lotti Rossenfeld. Colectivo de Arte de Acciones C.A.D.A. Ediciones del Ornitorrinco. 1983. Santiago de Chile.
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La escena es inolvidable. Apostado en uno de los soportales de la plaza, refugiado con otros, de la lluvia que cae sobre Murcia en una calurosa tarde de pleno mes de julio. Cargan en el camión la imagen de Santa Clara, la que saliera de la mano de Salzillo, lleva algunos golpes, ha perdido los lirios y la tenue luz del atardecer apenas nos deja verle el sayal ceniciento y tosco. Dicen que la llevan al museo de Bellas Artes o al almacén que han instalado en la catedral. Sabemos que tampoco allí estará a salvo del peligro. En los almacenes los milicianos juegan y se mofan de las imágenes. Hay escarnio s sexuales con alguna de ellas. Verla aquí, sobre el camión militar, nos evoca a la Santa de Asís, la verdadera Clara, la que cambio sedas y terciopelos de rica princesa por el pobre sayal de los franciscanos, la que mudo collares de perlas por el seco cinturón anudado, aquella clara se corto la cabellera rubia para iniciar una vida de santidad. Cuentan que acostumbraba a lavar manos y pies de todas sus hermanas para que se sentaran limpias a la mesa. Viéndola ahora mojada prefiero evocar que las manchas de su ropa son fruto de tan bella labor y no el producto del odio desencadenado por una guerra. El camión la aleja y no sabemos si volveremos a ver a nuestra Santa Clara, condenada a la soledad. Atraviesa la plaza con una luz mortecina que ilumina cada gota de agua que se estrella sobre la toca que le protege el rostro.
Con el cuerpo pesado por tanta agua que acumula su traje de lana gris. Es un peso concreto el que arrastra en cada uno de sus pasos; el traje es una carga cada vez más oscurecida, en cambio la plaza aparece de manera favorable, ampliada, relumbrosa. Y ella no, es ese traje que la priva de su atávica belleza, más que la lluvia que en sí no es sino un aditivo. Falló. Eligió mal su ornamento más cercano. Otra vez trabajó como aficionada. Por lo tanto juega a perder esa escena. Queda rígida esperando el cese del agua que no se detiene, al revés, se deja caer con más fuerza. Su cuerpo tambalea. Es su estructura la que está cerca de caer. La plaza la ha sobrepasado. Está a punto de perder su aparataje, ella no era un adorno para la plaza sino a la inversa: la plaza era su página, sólo eso. Pero su cara crispada ahora, su pelada mojada, su cuerpo magro que hace para el que la lee veta de árbol, desperdicio. Reflexiona, sus ojos recorren su traje, se limpia el agua de la cara. Mira a su alrededor y constata que ningún pálido ha llegado esa noche y aunque aún es tiempo, intuye que no vendrán, como si el espectáculo que les fuera a ofrecer ya no tuviera sentido. Está sola y por eso su actuación es nada más que para el que la lee, que participa de su misma soledad.