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ARTÍCULO

Dalí, el discurso del método

 

 

Todas las sugerencias poéticas y todas las posibilidades plásticas

 

 

 

PEDRO G. ROMERO

 

 

La semana pasada Montse Aguer, comisaria de la gran exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía, elegía en El Cultural las 10 obras imprescindibles del artista de entre las más de 200 que llegan ahora a Madrid tras su paso por el Centre Pompidou de París. Además, nos contaba qué sentido encierra el título, Todas las sugerencias poéticas y todas las posibilidades plásticas: analizar a Dalí hoy. Eso es lo que hoy, día de la inauguración, hemos pedido a un artista, a un historiador del arte y a un escritor. Pedro G. Romero rastrea su Archivo FX para ofrecer otro discurso crítico de su famoso método. Juan José Lahuerta revisa la relación del artista con el Surrealismo, núcleo de la exposición. Y Agustín Fernández Mallo fabula sobre la física y la química en Dalí con pan y hormigón.

 

El amor y el odio por los trabajos y la obra de Salvador Dalí (1904-1989) siempre caminan juntos. Da/Niet, sí y no, Dalí o Piet Mondrian según su famoso juego delirante. Esta observación es temprana y es el propio Dalí el que nos la averigua. Su belleza será insoportable, pura obscenidad. Nadie puede amar su pintura o sus escritos sin alcanzar un mínimo conocimiento y en éste, inevitablemente, lo primero que te asalta es un cierto asco, una colmada repugnancia ante tanta rareza, excesiva y aparentemente innecesaria. Lacan advertiría que lo real es insoportable y que Dalí trabaja incansable en ese desvelamiento de lo real. Es de todos conocido el parentesco entre lo que Dalí llamó método paranoico-crítico y algunas de las tesis psicoanalíticas lacanianas. En fin, es la misma literatura, y si el método psicoanalítico puede ser cuestionado como superchería, los mismos ingredientes se han extrapolado al método daliniano como una de las herramientas más preclaras para el trabajo visual de los artistas.

 

En su libro sobre el Mito trágico de El Ángelus de Millet se hace un enunciado completo de dicho método refrendado con un par de éxitos: haber desvelado el “crimen” escondido en el cuadro –un ataúd que para Dalí tiene la inconfundible marca del Edipo freudiano– y haber revelado el secreto que se escondía en la obra idílica de Millet: pornografía con campesinas y alabanza del placer anal. Por supuesto que estos éxitos “científicos”, o sea, esta afirmación positiva de su método, presentan una veta humorística indudable. En este sentido debemos interpretar su interlocución con los grandes científicos que alcanzaría un paroxismo nada desdeñable en sus apelaciones a Planck, Thom o Heisenberg. La verdad científica puesta a prueba por fe ciega y sin ninguna demostración visible. O cómo diría Dalí, por hipóstasis, no por hipótesis.

 

En positivo, el Método tiene un notable efecto ridículo. Por ejemplo, los que amamos la obra de Oteiza sabemos de este parentesco y que sus indagaciones antropológicas se sostienen mejor a la luz paranoico-crítica que bajo la lectura atenta de Lévi-Strauss. Agustín de la Herrán, por ejemplo, otro escultor vasco, debe su posteridad al efecto productivo del mismo delirio, creyendo ver en la obra de Goya, en este caso, las claves para descifrar el universo entero. También la escritura mística de Val del Omar o el sincretismo de Juan Eduardo Cirlot ganan bajo esta metodología. Se trata de eso precisamente, de reafirmar positivamente indagaciones cercanas, para entendernos, a una cierta teología negativa. En los años 40, el aislamiento español bajo la bota franquista era asfixiante y, por gracia o desgracia, la cosa Dalí era lo único a que podía atenderse. Una lectura paranoica de aquel momento totalitario ofrece una explicación no poco exacta: la generación de la República, la misma de la que eran hijos Lorca, Buñuel o Dalí, sólo podía deglutir su legado mediante el delirio, un delirio crítico a ser posible. Lo putrefacto, lo que nació como un gag entre los amigos de la Residencia, no podía ser mejor emblema para toda una época.

 

Esto de leer “no” donde Dalí dice “sí” puede parecer mero artificio, pero no es más que una de las reglas contenidas en el método paranoico-crítico. En efecto, presentar como mera retórica verdaderos ejercicios de terror suele ser una de las claves que se esconden bajo la amabilidad pictórica de los tornasolados óleos dalinianos. Recordemos el episodio de El Sagrado Corazón que, incluyendo inscrita la frase “Escupiré sobre el retrato de mi madre”, había provocado el destierro familiar y económico de Dalí. El dadaísmo de los juegos de salón parisinos se había encarnado en un torrente de ira bíblica en el seno del comedor patriarcal. Dalí intentó convencer a su padre de que se trataba de mera literatura, más tarde diría que aquel escupitajo era sólo una traición onírica de un verdadero amor filial entre madre e hijo. Lo que aprendió, sin duda, es que las bromas aparentes, los meros gags, tenían consecuencias efectivas sobre la realidad. Son los meses en que escribe con Buñuel el guión de La edad de oro y el suceso iconoclasta vivido en su casa alimenta la furia anti burguesa que se respira en la película, insoportable hasta el punto de que Dalí acabaría por descalificarla con una precisión que asusta: Buñuel había convertido su película surrealista en un documental marxista.

 

 

 

El cliché de gala

 

El tiempo transcurrido entre el guión y el estreno de La edad de oro son fundamentales para Dalí, entre otras cosas por la definitiva irrupción en su vida de Gala. Nos faltan todavía materiales que nos den una dimensión completa de esta verdadera virtuosa, una artista o intelectual –lo que ustedes prefieran– seguramente sin obra pero que, desde luego, tuvo que contribuir en gran medida a definir el modo de hacer que hoy conocemos como Dalí. Su caricatura como simple musa del pintor es a todas luces reduccionista.

 

Además, su contribución al método paranoico-crítico no es meramente biográfica, late de fondo su preparación intelectual y el vínculo que Dalí establece entre ella y la Gradiva de Freud-Jensen, que delata toda una senda de trabajo precisamente con las imágenes. En los grabados que hizo el pintor para Los cantos de Maldoror de Lautréamont, verdadero catálogo de sus obsesiones y obra vinculada directamente a la elaboración del método paranoico-crítico, podemos reconstruir una cierta secuencia: sobre el retrato de Gala las nubes van formando las figuras del Ángelus, las nubes van tomando la forma del Napoleón y sus ejércitos de Meissonier que avanzan sobre los campos de Europa, los campesinos orantes se metamorfosean en homúnculos construidos a base de aperos de labranza, sacos, horquillas y otras herramientas, los ejércitos napoleónicos les atraviesan, los monstruos empiezan a devorarse entre ellos…

 

El mito Gala, es verdad, sintetiza a la perfección los objetivos últimos del trabajo de Dalí: el amor, el dinero y el arte –tres invenciones culturales de la Europa meridional en los albores de la Edad Moderna–. Y la estrecha ligazón que hay entre ellos, vínculo que es, a su vez, una verdadera guerra civil. Es por eso que los trabajos de Dalí muestran el más veraz retrato del capitalismo, su indecencia es pornográfica, su éxito es mimético, son la misma cosa. “El encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección”, el famoso verso de Lautréamont, que era también para Guy Debord una exacta definición de la alienación capitalista, de su monstruosidad.

 

Al contrario de los artistas contemporáneos que se reflejan en su obra, sean Jeff Koons o Damien Hirst, Bill Viola o Ai Weiwei, incluso en la obra de Andy Warhol, el trabajo de Dalí no es colaboracionista, su manifiesta identificación con el mundo simbólico del capitalismo llega al ditirambo y apenas disimula su elogio; sea kitsch o serial, new age o anticomunista, nunca niega ser el profeta de la segunda época del capitalismo. Es en ese sentido que circula la efectividad política de sus pinturas. Comparemos dos grandes obras actuales de la retórica pompier, el retrato del rey Juan Carlos I, que en 1979 Dalí tituló Príncipe del ensueño y los trabajos de Santiago Sierra y Jorge Galindo que en 2012 llevan por título Los encargados. Es evidente que ambos son trabajos políticos, el segundo es de tipo crítico y el primero elegíaco. En el vídeo vemos boca abajo a los distintos presidentes del gobierno y se incluye al Rey, con la música de La Varsoviana e identificando democracia española con cierta estética soviética, una identificación a la contra que pretende señalar grandilocuentemente a los culpables de la crisis actual. Dalí, por el contrario, se limita a poner en el corazón del Príncipe un panel de oro con palomas que le revolotean, el mismo panel que en otras pinturas es de miel y sobrevolado por moscas, el mismo que supuran sus burros putrefactos.

 

 

 

Sobre franco y ser franco

 

Es cierto que la mayoría de las declaraciones políticas de Dalí son propias de un imbécil, pero en sus idioteces hay siempre un interés simbólico, no muy distinto al que podemos observar en los elogios de nuestros camaradas por el presidente Mao o el comandante Hugo Chávez. Nada ha ridiculizado más la estética del nacional-catolicismo que la pintura de Dalí, mero nudismo. Sus boutades sobre Franco y ser franco, o sea, ser sincero, rozan el détournement o lo que Carlos Monsiváis llamó, políticamente, el cantinflismo. Durante los años sevillanos de Martin Kippenberger, insistía en repetirnos estos chistes de incorrección política y en reivindicar para el arte que se hacía en España, no a Picasso, obviamente, sino a Dalí. Según él mismo afirmaba, “para Sigmar Polke, Gerhard Richter, Hans-Peter Feldmann o Jörg Immendorff más importante era Dalí que el mismo Joseph Beuys”. La soberbia alemana tenía matices colonialistas, claro. Era evidente que para la generación que se movía alrededor de las revistas Figura, Figura Internacional y Arena –que nunca fue un club de nostálgicos de la pintura, como ahora se pretende–, la relación con el trabajo de Dalí era foco constante de discusiones. Fuera con Mar Villaespesa o con Chema Cobo, Pepe Espaliú o Rafael Agredano, Guillermo Paneque o Juan del Campo, la cuestión Dalí estaba muy presente, entre otras cosas porque se dilucidaba en otra discusión de fondo: superar el banal antagonismo entre modos de hacer objetuales y conceptuales y entrar de fondo en el trabajo lingüístico del arte.

 

Y, desde luego, en este sentido, los escritos magistrales de Ángel González García o Juan José Lahuerta vinieron a dar luz sobre este asunto. Juan Antonio Ramírez los presentó alguna vez como crítica-paranoica y la falta de cultura general de la mitad del mundo del arte español –ya saben, a ciertos críticos les gustan los artistas mudos: los discursos, soflamas y alegatos pretenden ponerlos ellos, en fin– no supo ver que se trataba de un acertado elogio. El propio Ramírez en su ponderación del método paranoico-crítico como ciencia de las imágenes acudió a comparar el Método con las líneas abiertas por Aby Warburg, Erwin Panofsky, Sigmund Freud o Walter Benjamin y se atascó en el dilema dialéctico. Lahuerta y González tomaron a los Carl Einstein y Georges Bataille de Documents como camino para dilucidar un sistema de trabajo que, si bien dual, no precisaba de la síntesis sistemática para hacer hablar a las imágenes.

 

Otra observación pertinente que procede de sus textos es aquella sospecha de que el consenso artístico universal en rendir pleitesía a las figuras de un omnipresente Duchamp y un más lejano Raymond Roussel suele esconder un amor secreto por Dalí, fenómeno mercantilista que está conduciendo a la bibelotización absoluta del arte moderno. Aunque no siempre es para mal, por ejemplo, si leemos al César Aira de Mil gotas o vemos las fantásticas películas de Ulrike Ottinger comprobamos la larga sombra de Dalí, sea bajo la invención de Morel o travestido de reina Queer.

 

 

 

Parodia palpable

 

En este sentido, era reconfortante, en el escaparate de la última Documenta 13 de Kassel, ver una película magistral como Impresiones de la Alta Mongolia. Lástima que no se pasara Caos y creación, una grabación para televisión en la que Dalí anuncia, ya en 1960, el discurrir del arte contemporáneo en las cinco décadas siguientes. Empieza señalando lo que para nosotros, hoy día, es una obviedad: el trabajo del arte ha cambiado de sentido y pasado del dominio del ojo al de la boca, con todas las consecuencias discursivas que ese gesto conlleva. A partir de ahí va parodiando, no sin cierta anticipación, todo tipo de nuevas actitudes: el dadaísmo domesticado por el Zen de los fluxus, la recuperación teatral del minimalismo o el arte biotecnológico, por citar sólo algunas prácticas que están todavía en auge. Dalí sentencia el final del arte, al menos del arte según la vía protestante del capitalismo. Dalí sólo muestra, ya digo, obscenamente, una realidad que hoy día es palpable. Juega con nuestro voyeurismo, es verdad, y en ese sólo mostrar el estado crudo de las cosas, atrae y pervierte. Podemos verlo en todas esas acciones, performances y fiestas que celebra durante los años 60 y 70, en las que se exhibe el régimen de vida de la publicidad, la comunicación y la televisión, el triunfo absoluto del reino de la mercancía. Podrá objetársele su falta de crítica, en fin, pero como en las películas porno, Dalí siempre acaba mirándote a los ojos.