DOCUMENTOS Y MATERIALES. NÚMERO 10

ENTRADA: MICHEL LEIRIS

ENTRADA: HARUN FAROCKI

ENTRADA: SUPREMATISMO Nº1

DÉCIMO

DÉCIMO [FR]

_______

X FILES

ENTRADA: INES DOUJAK & JOHN BARKER

HISTORIE DE L'OEIL

TERRORISME ET PERSÉCUTION RELIGIEUSE EN ESPAGNE

LA VIERGE À MIDI. AUX MARTIRS ESPAGNOLS. VIA CRUCIS

____

F.X.

ENTRADA: SOCIETE ANONYME

L'ICONOCLASME BYZANTIN. DOSSIER ARQUEOLÓGICO

IMAGE, ICÔNE, ÉCONOMIE

L'HISTOIRE DES ICONOCLASTES

____

F(X)

ENTRADA: OKWUI ENWEZOR

ENTRADA: GEORGES BATAILLE

ENTRADA: LA MONEDA VIVIENTE

ENTRADA: OBJETO SOBERANO

ENTRADA: GEORGES DIDI-HUBERMAN

Décimo

Precisamente es en Sevilla donde comenzó esta recopilación de materiales y documentos del Archivo F.X. que se presenta ahora en forma de boletín, desplegado en la www.fxysudoble.com convenientemente indizada, en español y francés, con motivo de sendas presentaciones del mismo en Sevilla, Sete y Bruselas.

 

En efecto, el laboratorio en que se empezaron a tramar las operaciones lingüísticas del

Archivo F.X. no es otro que Sevilla. En las paredes del Ovidio o en la taberna El Azahar de San Julián; recorriendo el antiguo mercadillo de la Alameda o en los puestecillos del Jueves; buscando en locales medio abandonados de la C.N.T. o en encuestas en pos del rastro cantaor del Bizco Amate; así empezó la colección de imágenes que, a la postre, significaría la base de datos, la caja negra, el núcleo de una investigación, de un sistema de trabajo, algo que, sin estar del todo seguros, vino a ocupar el lugar, el centro poético, de presentaciones, enseñanzas y exposiciones que ocupaban el campo hasta entonces reservado al arte, una vieja profesión.

 

Además, estas operaciones son coherentes con la lógica de trabajo del Archivo F.X., situada siempre contra el “aparato” Museo, dispositivo hegemónico en las artes plásticas y visuales desde mediados del siglo XIX hasta hoy día. Recordemos que “contra” no significa sólo oposición, también funciona en expresiones como “contra la pared”, es decir, pegado a ésta, poniendo todo el cuerpo en contacto con su piedra. Es en el estudio de proyectos como Mnemosyne de Aby Warburg, Passagen-Werk de Walter Benjamin o Documents de Georges Bataille y Carl Einstein que comienza a tomar forma la disposición y circulación de estas imágenes, que empieza a organizarse y a producirse como Archivo F.X. No es un trabajo especialmente radical y, si tiene algo de experimento, este está ligado a la academia, al saber, a la enseñanza, por más que se tenga de maestro a Juan de Mairena, incierto heterónimo.

 

La relación entre presente y archivo, el entendimiento de la imagen como un saber en movimiento y la fijación de los procedimientos artísticos mediante su funcionamiento son algunas de las preocupaciones, diversas, que compartían Mnemosyne, Passagen-Werk o Documents con Sevilla, el ámbito de trabajo, el contexto, el hecho cultural total, que dirían los antropólogos, donde aparece el Archivo F.X. Porque no es la historia, el relato escrito y mayúsculo, lo que ordena el imaginario popular de la ciudad. La Semana Santa, los toros o el flamenco se alimentan de restos, mitologías espúreas, basura conceptual hasta hace muy poco tiempo despreciada por los académicos, y es con eso elementos con los que construye sus figuraciones, imágenes poderosas y débiles a la vez. Entender las imágenes como entes biológicos, con una vida propia en la que la cosificación es igual a la muerte; entender que una imagen sólo lo es mediante su carácter performativo; en fin, entender que la muda, el paseo, la procesión son el estado propio de la imaginación, no es metáfora, sino hábito de trabajo con las imágenes. Porque en Sevilla –entiéndase el uso del nombre de la ciudad sin chovinismos– las imágenes, el arte y las artesanías han vivido desde siempre en ámbitos separados, si bien, como en los archipiélagos, unidos por aquello mismo que los separa. Hans Belting se esfuerza en hacer esos distingos teóricos a la luz de la cultura del espectáculo, la técnica y la imagen del siglo XXI, pero en Sevilla esas diferencias ya se daban, con naturalidad, se funcionaba así. Lo importante no es tanto lo que las cosas son si no como funcionan, que decían los formalistas rusos. Pues bien, un entendimiento del mundo en el que la diversidad litúrgica sustituía a la estricta teología, no podía dar otro régimen para la administración de las imágenes.

 

La radicalización de este sistema necesitó, desde luego, la decadencia de la ciudad como centro político y económico que fue. Sólo en ese hundimiento pudieron volver a aflorar los elementos constitutivos de una cultura de la imagen original. Los estudios de Felipe Pereda alrededor del nacimiento de la imaginería en ciudades como Sevilla o Granada y como operaciones de asimilación –las dirigía Hernando de Talavera, a su vez judío converso– de judíos y musulmanes y sus prácticas anicónicas, nos brindan ya herramientas suficientes para reescribir fuera del canon decimonónico, alemán o italiano, una historia de las imágenes en el sur peninsular. Es lógico que Wittkower, Justi o Wölfflin despreciaran la escultura imaginera como arte menor, o que Mario Pratz en sus visitas a Sevilla no acabara de entender a qué Barroco se referían las guías turísticas, pues los pastiches populares, el mudejarismo urbanístico y las superposiciones arquitectónicas le parecía que nada tenían que ver con ese estilo. Barroco, por lo demás, es una palabra moderna, qué sólo a principios del siglo XX empieza a nombrar dicho periodo artístico, una palabra genérica y a todas luces insuficiente.

 

No sólo el sustrato iconófobo judío y musulmán opera como motor en la creación de esta imaginería popular. La leyenda de Torrigiano –rompió la nariz a la esfinge, Miguel Ángel Buonarroti, todo un símbolo–, el gran estilista imaginero, confirma este pulso. Sus esculturas parten de moldes y máscaras en la tradición del exvoto; bien para hacer retratos funerarios, como vino realizando en la corte de Inglaterra, bien para hacer imágenes cultuales en Sevilla. Y es conocido su final, arrestado por la Inquisición tras haber destruido su propia escultura, una imagen de la Virgen de la leche o Virgen y el niño, según versiones, que hizo por encargo del duque de Arcos –el arrebato iconoclasta fue debido a la escasez monetaria de su pago–, muriendo en prisión por inanición. Felipe Pereda ha encontrado pruebas de su proceso, en contra de la vieja tesis reparadora de Ceán Bermúdez. Y es casi sobre ese resto, la famosa mano en la teta que quedó como reliquia de la escultura destruida, que se funda la imaginería andaluza. Los moldes y vaciados de Torrigiano fueron, sin duda, su punto de partida.

 

Nuestros historiadores, del pasado y del presente, siempre generosos, no han podido, sin embargo, ofrecer una versión convincente de por qué la academia conceptista de Francisco Pacheco es capaz de alumbrar una generación de artistas tan singular como Velázquez, Murillo, Zurbarán, Alonso Cano o Valdés Leal. Se limitan a señalar las influencias italianas, las técnicas flamencas y la iconografía cristiana y reducen el contexto cultural a apéndice biográfico, a esta o aquella rica anécdota. Es evidente que había una forma de concebir las imágenes que no era sólo la del gran arte y sus obras maestras, un sistema de producción particular y un uso funcional de cuadros y esculturas. La pérdida de hegemonía económica vino seguida de un abandono del magisterio artístico pero la cultura de las imágenes sobrevivió en la calle.

 

No es casualidad que sea durante el siglo XIX que se constituyen a la vez los museos como sistema, medio y técnica de las artes cultas –el arte moderno y de vanguardia sólo puede entenderse desde la aparición del aparato museo– y que el hábitat sevillano deje de tener voz alguna en ese ámbito. La capital colonial deviene colonizada, primera estancia del viaje oriental o americano. El supuesto conservadurismo artístico de la ciudad, el aparato museo, sigue trabajando: de Villegas, García Ramos o Sánchez Perrier hasta el presente costumbrista, normativo o abstracto hay una línea de trabajo, sin duda interesante, que intenta seguir siendo partícipe del mundo aristocrático del gran arte.

 

La paradoja es que Sevilla como museo es una constitución visual fuera de ese mismo aparato, una ciudad en la que todavía seguían viviendo las imágenes. Toda esa liturgia popular no permanece ajena a su tiempo, en contra de lo que sucede en la Academia. Los grabados, la fotografía y las técnicas de reproducción modernas son tan importantes como el saqueo napoleónico, las crisis desamortizadoras y la violencia política de republicanos, anarquistas y comunistas contra el dominio católico de las imágenes. Por eso la cultura material de las imágenes puede mostrarse en Sevilla como un laboratorio privilegiado para el trabajo del Archivo F.X. Por eso es lógico que Hegel anotara que era Murillo el primer artista donde podía inscribirse lo moderno. Por eso, seguramente también, los jóvenes artistas apedrearon la comitiva oficial que pretendía entronizar al pintor como emblema de la ciudad a finales del siglo XIX. O, finalmente, esa historia –me gusta decir esta historia tal y como me la contaron la primera, sin demasiados matices– en la que Goya viene a Sevilla a estudiar los Murillos –también en ese viaje se despierta su pasión nihilista por Torrigiano– y acaba perdido en fiestas por la ciudad, hasta enfermar gravemente, perder un oído y padecer en Cádiz fiebres y delirios de los que acabaran surgiendo Los Caprichos.

 

El régimen de las imágenes que produce Sevilla se fue construyendo excéntricamente, es decir fuera del ámbito hegemónico que marcaba la revolución industrial y lo moderno. Digamos que mientras el mundo vivió bajo la hegemonía de la ética protestante y el espíritu del capitalismo, por usar los términos de Max Weber, este régimen de las imágenes resultaba desfasado, raro y primitivo, cuando no anacrónico, en el sentido antiguo de esta palabra. Pero desde los años sesenta del siglo XX podríamos decir que el capitalismo entra en una fase católica. Capitalismo de servicios, posfordismo o capitalismo cognitivo, son muchos los matices y sentidos que se intentan dar a este nuevo funcionamiento del capitalismo financiero. Y es ahora cuando el anacronismo de la máquina sevillana de hacer imágenes resulta productivo. Tomemos anacronismo en el sentido que esta palabra toma desde Carl Einstein o Georges Didi-Huberman, es decir, no en el sentido de desfase temporal sino de poder hacer convivir varios tiempos, varias temporalidades a la vez. Como razona Didi-Huberman, es esa la razón por la que podemos seguir viendo, apreciando, comprendiendo, podemos seguir siendo afectados por las imágenes de otros lugares y tiempos, podemos operar con ellas según otros códigos, permitir que se actualicen continuamente. El anacronismo no es el refugio de la intemporalidad aristocrática, sino una herramienta más con la que socavar el tiempo histórico. Tradición y subversión aparecen entonces con el mismo funcionamiento, obedeciendo sin duda a planteamientos muy distintos. Apropiacionismo y resistencia.

 

Una forma de ver contra la historia. Claro, se trata sin duda de una máquina contra la Historia, así, escrita con mayúsculas. El museo es un archivo sí, pero también el inspirador del relato único, el gran legitimador. Políticamente es constituyente, fija la ley. Puede abrir los relatos, puede carnavalizarse y proponerse como una cámara de ecos para un sin número de voces, pero eso sólo tiene su correspondencia en unas leyes más abiertas y tolerantes, más plurales, que, hay que decirlo, no es poco. Lo que aquí nos interesa es que el proceso no cristalice. Su continuo dinamismo, lo que los radicales llaman la revolución permanente. Walter Benjamin intentaba abrir ese espacio en la historia con una enigmática apelación al mesianismo. Pero sigamos, cuando la máquina de imágenes sevillana se presenta como modelo hegemónico, una especie de versión popular del aparato museo, fracasa en su ridículo. Sin embargo, en su continua fricción con el Aparato Museo, el que la historia ha privilegiado con mayúsculas –toda esa historia oficial del arte, la vanguardia y el mercado–, es entonces cuando resulta productiva. Vivimos en la misma ciudad, miramos las mismas imágenes y cosas, y sin embargo, las experiencias son totalmente distintas. Walter Benjamin intentaba comprender el capitalismo entre los restos culturales de los grandes pasajes comerciales parisinos, un mundo que ya había desaparecido, un anacronismo.

 

Manuel Delgado nos ha dejado lúcidas observaciones sobre el especial régimen de funcionamiento de la iconoclastia política sacramental en España durante los siglos XIX y XX. Sin duda, entenderlo bajo la óptica de los ciclos históricos pretéritos, sean la economía ortodoxa, la reforma protestante o el laicismo ilustrado, son, literalmente, anacronismos históricos, que, sin embargo logran comprimirse en el tiempo y actuar de una sola vez. Pero a lo que Manuel Delgado atiende es al propio régimen de las imágenes. A su lección antropológica. A su misma enseñanza. Acostumbrados a ver cómo a las imágenes se las insulta, escupe y abofetea, se las golpea, se las azota, se las castiga y crucifica, ¿cómo podemos sorprendernos de que cada vez que se suspende el orden político se repita, literalmente, libremente, libertinamente, este actuar con respecto a las imágenes? El pueblo iletrado actuaba con el único vocabulario que conocía. Actúa al pie de la letra, miméticamente, tal y como veían que debía hacerse con las imágenes. Seguían el ejemplo. Las imágenes aparecen, desaparecen y reaparecen. La virulencia con que estas operaciones se producen es sólo una cuestión de grado, pero las imágenes están sujetas a un ciclo biológico propio y necesario.

 

Hay una narración recurrente, que explica el impulso de esta iconosfera popular como fruto e industria de la alianza entre la vieja aristocracia y el lumpen proletariado. En Sevilla los agentes de este pacto social son, a menudo, los Montpensier, los viajeros románticos o los industriales del norte rico. Es una explicación tan marxista como burguesa, en ambas, esta carnavalización de la cultura popular funciona como una suerte de escapismo de la realidad y del progreso, en las versiones más tibias; la efectiva adaptación del poder del antiguo régimen al nuevo orden capitalista; en fin, una suerte de sociedad del espectáculo, donde control y biología se funden en una alianza casi perfecta. Al fin y al cabo, el carnaval es el sistema cultural que ha elegido el capitalismo para penetrar en todas las esferas del mundo. Lo que más nos interesa, entonces, es observar algunos de los síntomas, buscar la eficacia de su patología. A grandes rasgos, por ejemplo, está ese desplazamiento festivo desde las fiestas carnavalescas hasta las de Semana Santa. Es evidente que con las procesiones y otras liturgias callejeras estamos ante una especie de carnaval trágico. Y ahí tenemos, plenamente elaborado, un ciclo biológico concreto y completo en el que las imágenes aparecen, desaparecen y reaparecen. El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve.