Chadi Abdel Salam
Agosto de 1936. A punto estuvo de perder la cabeza. Cabeza del Cristo de la Sangre con mascarilla. Iglesia del Carmen. Murcia. Iglesia parroquial convertida en almacén para útiles de aviación militar. Consejería de Cultura. Comunidad Autónoma de la Región. Museo de Bellas Artes de Murcia.
Agosto de 1969. Sin cabeza bajo el rollo de tela. Chadi Abdel Salam. Al-mummie. La momia. Fotografía, Abdel Aziz Fahmy. Montaje, Kamal Abul Ela, que aparece como Kamal Abou-El-Ella. Merchant Ivory Productions. General Egyptian Cinema Organisation. El Cairo. Egipto.
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Pero sin duda donde esta violencia adquiere mayor valor simbólico es precisamente en la destrucción y “profanación” de la propia simbología católica. La profanación de los sacro adoptó gran diversidad de formas, todas las que permitiese la imaginación revolucionaria. En el cementerio de la capital fueron derribadas las paredes que separaban la parte dedicada a los católicos (procedimiento seguido en muchos cementerios municipales), y derrumbada una cruz de grandes dimensiones que se encontraba en su centro. Así mismo, se procedió a depositar en el osario del cabildo Catedral a los Canónigos y Beneficiados que en sus nichos se encontraban enterrando a su vez en ellos a brigadistas internacionales, y depositando sobre sus tumbas “símbolos condenados por la iglesia, como la hoz y el martillo, el triángulo y otros”. La violencia simbólica anticatólica de las “hordas marxistas” se significo con saña según la Diócesis de Cartagena, en la destrucción y profanación de cadáveres de religiosas “en proceso de beatificación”: Sor María Angela Astorch, fundadora del convento de las Capuchinas, y Sor Mariana de S. Simón, fundadora a su vez de las Agustinas, ambos en la capital. El cuerpo del mártir S. Teodoro que se veneraba en la parroquia de San Andrés fue también sacado por la “turba”, arrastrado por la plaza y destrozado por completo.
El nuevo cine egipcio sigue hasta el presente dominado por la solitaria grandeza de la obra maestra de Chadi Adbel Salam, La momie: este relato encantatorio que tiene la embrujadora belleza de un cuento popular narrado por un meddah es una obra admirable en la que por vez primera se esboza el análisis de la relación entre civilización faraónica y civilización árabe. Más allá de su anécdota histórica, es también una profunda reflexión sobre el destino de la cultura nacional de un pueblo enterrado demasiado tiempo en el subdesarrollo, así como una invitación (no desprovista con todo de idealismo ya que la trayectoria del autor no es marxista) a una revolución cultural. Esta interpretación progresista, quiero advertirlo, no es sin embargo compartida por toda la crítica egipcia. Cualesquiera que sean las conclusiones, inmediatas o lejanas, de la cuarta guerra árabe-israelí de 1973 (un humorista la ha calificado del “mejor melodrama de todo el cinema egipcio”), es dudoso que las condiciones para una expansión cultural se reúnan en Egipto antes de un cierto tiempo. Parece sin embargo que desde este momento los elementos de vanguardia están presentes. Sería extraño que no acabasen por forzar tabús y prohibiciones.