TESAURO

CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

MÁQUINA P.H.

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PEDRO G. ROMERO

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Alfredo Hlito

Febrero de 1934. Los ladrones destrozaron a su vez la caja de oro y pedrería donde se guardaba la venerada reliquia. Fotografías del informe Judicial del Robo de la Santa reliquia de la Cruz. Castillo de la Santa Cruz. Caravaca. Murcia. Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 1.

 

Octubre de 1945. Construcción es una obra temprana, figura un castillo despojado de cualquier abalorio pero que parece guardar dentro algunos tesoros. Pintura de Alfredo Hlito. Oleo sobre tela. Reproducido en Dejen en paz a la Gioconda. Ediciones Infinito. Colección particular. Buenos Aires.

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Un curiosos y estrafalario personaje de 50 años de edad, que el obispo diocesano tenía, al parecer, castigado en Caravaca, y suspendido a divinis (por lo que podía celebrar misa pero no dar ningún sacramento). Natural de la localidad costera de Águilas, había estado destinado en San Joaquín, de Cieza, donde al parecer, había sido un colaborador entusiasta de las ideas republicanas, de moda en el momento a que nos referimos. Se le culpó, popularmente, de inmediato, de dejación y abandono de sus obligaciones pues, desde tiempo inmemorial, el sacerdote capellán de la reliquia estaba obligado, como él mismo hizo al principio de serlo, a reservar la Vera Cruz cada día. Como digo, cada tarde, en ceremonia íntima se trasladaba la Reliquia desde el altar mayor del Santuario a sus aposentos, donde se disponía en sagrario de seguridad, existente en un pequeño altar de su alcoba. Por la mañana, de la misma manera, y antes de la misa matinal, se devolvía al templo, ceremonias estas celebradas por los capellanes durante siglos.

 

Desde que en las primeras décadas de este siglo alguien le dibujo bigotes, la Gioconda no ha cesado de ser agredida. No hay gracioso que no intente, de tanto en tanto, ejercer su humor a costa de ella. Tales agresiones no están dirigidas a la supuesta persona que sirvió de modelo: se dirigen a la pintura misma en la medida en que ésta se convirtió en el lugar común de una admiración beata e indiscriminada. Indiscriminada, porque no se sabe a ciencia cierta si lo que se debe admirar es la excelencia de  la pintura o esa aureola de ambigüedad y de misterio que ha terminado por depositarse en ella, y que constituye uno de sus atributos más divulgados. Ahora, después del tiempo y de los intentos transcurridos se tiene la impresión de que el primer iconoclasta estaba como limitado por la enormidad de su propósito, reduciendo la profanación a un mínimo indispensable.